Supongo que habrá críticos que disfrutarán destripando a grandes artistas, pero para mí es un mal trago. Sin embargo, hoy es necesario hablar mal –justamente– del decepcionante concierto de Vadim Repin, una de las grandes leyendas actuales del violín y héroe para muchos niños de Siberia.
Pero antes, comentar un poco el concierto al que asistí. Mi segunda vez para Opera World, mi segunda vez en el Auditorio Nacional y mi segunda vez en un concierto de la Fundación Excelentia. En este concierto, del ciclo “Grandes Clásicos”, se ejecutaría lo prometido: greatest hits de la música clásica occidental, comenzando por la obertura de Las bodas de Fígaro, de W.A. Mozart, siguiendo con el primer concierto para violín de Max Bruch y, tras el descanso, la Sinfonía nº 3 “Escocesa” de Felix Mendelssohn.
Cuanto más escucho la obertura de Las bodas de Fígaro más me convenzo de que el malo de la película es Mozart. ¡Es que es muy difícil! Y claro, dificultad mezclada con sutileza provoca pequeños desastres. La entrada misma, por ejemplo. La partitura muestra un diseño sinuoso y elegante, piano, delicado pero rítmico. La realidad poco se asemejó a la partitura. Cada violín por su lado hasta que todos decidieron juntarse, haciendo que fuera el director quien se adaptara a ellos y no al revés. Juntos se hicieron fuertes, como en la batalla, y después nos regalaron muy buenos momentos. El mejor, una bajada al piano preparatoria para un fortissimo triunfal, obra y gracia del maestro de la noche, el director Kynan Johns. Desde el principio fue el mejor músico de la sala, comandando en todo lo posible a una amalgama de la Orquesta Clásica Santa Cecilia y la New York Chamber Orchestra. Cuando logró poner en orden a sus músicos, ofrecieron una lectura razonable de la obertura que hizo olvidar al público los errores cometidos y aplaudió con satisfacción.
Y ahora llega el momento que tanto temía, juzgar severamente a Vadim Repin. Desde que salió al escenario su actitud me impactó. Pensé en cómo dominaba las tablas, qué experiencia demostraba sin ni siquiera coger el violín… ¡qué artista! ¡Y no había dado ni una nota! Pero pronto me di cuenta del engaño: su actitud no era de tranquilidad, era de suficiencia. Esperó hasta el último momento antes de atacar el comienzo del solo, que ejecutó sin despeinarse. Pero cuando su papel se fue complicando todas las virtudes que poseía antaño se convirtieron en defectos: su sonido pesante y oscuro se transformó en uno apretado y de poca resonancia; su pesada y afirmativa mano izquierda, en una indefinición del discurso. Sin embargo, Repin todo lo puede. Sus últimos compases del primer movimiento fueron dignos de un maestro, con unas digitaciones arriesgadísimas que pocos se atreverían a realizar.
“Repin es capaz de lo mejor y de lo peor”, me dije, cuando iniciaba el segundo movimiento. Pero los buenos momentos habían acabado. El tiempo lento fue una sucesión infinita de ritardando y falta de fraseo, además de la ya mencionada costumbre de aguantar lo máximo posible sin colocarse el violín en el mentón. Y el tercer movimiento le jugó muy malas pasadas precisamente por eso: tardaba tanto en prepararse que fallaba sus entradas. Este tiempo, ferozmente complicado, se le hizo eterno, y en ocasiones su violín, en vez de emitir canto, solo soltaba ruido.
La orquesta tampoco era ajena a lo que ocurría en el solo y decidió que, si Repin podía, ellos también. Las entradas de los vientos casi nunca fueron coordinadas, y las secciones de cuerda no solo se perdían entre ellas, sino que sus propios miembros no iban juntos. Y ahí estaba el pobre Johns, intentando dirigir un barco que se hundía. Todos los pasajes notables de la orquesta, imaginativos, originales, fueron obra suya.
En cierto modo el respetable fue cómplice de lo que ocurrió en el escenario, puesto que, tras el desastre ocurrido, aplaudió con el fervor del que se sabe ante alguien famoso. Pero Repin culminó su decepcionante actuación no tocando ninguna propina, y eso que el público la pidió con creces. Solo dejó de aplaudir, súbitamente, cuando comprendió que su querido solista no les iba a deleitar con una pieza extra. Ahí el cariño se esfumó. Tras esto, el bien merecido descanso.
A la vuelta de la pausa, la orquesta se reorganizó, los violines primeros se recolocaron cerca del director, su fuente de calor, y se reanudó el concierto. La tercera sinfonía de Mendelssohn, con el sobretítulo de “Escocesa”, es una de las más bellas piezas del repertorio. La entrada inicial de los vientos, al estilo canon, me hizo presagiar lo peor. Pero no, fue uno de los muy poquitos fallos que nos ofrecieron unos músicos que redoblaron sus esfuerzos en la segunda parte. Los violines primeros, afinadísimos, compactando perfectamente con los segundos, sobresalientes en su papel estructural. Las violas y los chelos, con su oscuro y tentador timbre. Los solos de clarinete, tocados con gusto y precisión. Se me hizo corta la sinfonía, y eso que ocupaba casi lo mismo que toda la primera parte. El aplauso del público fue caluroso y bien merecido.
En definitiva, un concierto que me deja con un sabor agridulce, sobre todo considerando el buen aforo del Auditorio, que rondaría las tres cuartas partes, y el precio de las entradas, de 35 a 67 euros. Merecimos bastante más.
Miguel Calleja Rodríguez
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