En el invierno de 1988, deseoso por mis estudios musicales, tuve ocasión de participar en un curso sobre ópera en el Teatro Colón de Buenos Aires. A lo largo de un mes, con sesiones diarias, escuché las enseñanzas de una grande del canto lírico. Era ella Delia Rigal, la soprano argentina que había debutado en su escenario el 20 de junio de 1942.
Fueron las suyas lecciones llenas de vida. Cada mañana el encuentro con Delia se fue haciendo más entrañable. El tiempo pasó rápidamente, como pasa el viento en la inmensa pampa argentina. Habíamos compartido tantos momentos y llegábamos a la última clase. Fue en el Salón Dorado del Colón, con un público numeroso. Los que habíamos participado en el curso, cantantes y no cantantes, subimos al estrado. Todos cantamos junto a Delia Rigal una parte de la ópera “Aurora” de Panizza. Después, los que habían asistido a las clases tuvieron ocasión de cantar las obras estudiadas durante el curso.
La vida de Delia Rigal, fallecida el 8 de mayo de 2013 en la ciudad Nueva York, es verdaderamente apasionante. Había nacido en Buenos Aires en 1920 y recibió en el hogar paterno todo un gran bagaje de cultura musical. Allí creció enamorándose de la ópera. Los padres se prodigaron en la educación de la hija y la enviaron a un colegio llevado por religiosas. Un día, la niña, muy emprendedora y vestida con el uniforme de clases, se presentó en los estudios de una radio cercana a su casa. Escuchó que le decían: “Piba, ¿qué querés?” (“Niña, qué deseas?”) La respuesta fue rápida: “Quiero cantar”. Le preguntaron qué sabía y sin pensarlo mucho, mencionó dos obras. “Empezá”, (“comienza”) le dijeron. “Nosotros te seguiremos con el acompañamiento”.
Muy pronto le surgió un ofrecimiento. Una señora deseaba llevarla en una gira por provincias del interior de Argentina. Cuando se enteraron los padres, no hubo viajes pero la animaron con cariño. Debía formarse muy bien con los estudios del colegio, la música, el piano y los idiomas.
Más adelante, Delia ingresó a la entonces “Escuela de Opera y canto” del Teatro Colón de Buenos Aires. Había estudiado antes con la legendaria soprano Rosalina Crocco. En adelante, la discípula tendría nuevos maestros. En 1941, audicionó frente al compositor y director de orquesta Héctor Panizza y a otro compositor y director del Teatro Colón, el Maestro Athos Palma. Delia cantó en el escenario del antiguo teatro Politeama. Los músicos se estremecieron al escucharla en el “Ritorna vincitor”, de Aída. No dudaron en animarla todavía más a seguir adelante. De labios del maestro Panizza escuchó una premonición: “El próximo año, vas a cantar en el Colón”. Lo hizo efectivamente, el 20 de junio de 1942. Delia tenía 21 años. Era la misma niña que se había acercado a la radio para cantar. Ahora como María de Simón Boccanegra, obtuvo un éxito impresionante, metida de lleno en su personaje. Leonard Warren cantó a su lado.
Después y en la misma década del cuarenta, Violetta Valèry de La Traviata y los de Aida, Floria, Elisabetta o Aurora, fueron algunos de los personajes que encarnó en el Colón. También las óperas de Mozart y de otros compositores, mostraron enseguida la gran ductilidad de Delia Rigal para interpretar a cada una de las heroínas. Cantó junto a Beniamino Gigli, José Soler, Mario del Mónaco, Leonard Warren, Mario Landi. Tuve ocasión de escuchar la grabación de una Traviata memorable. En su segundo acto, después del desgarrador “Addio”, Gigli fue a buscar a Delia entre bastidores para que recibiera el aplauso del público, diciéndole ”Viene, piccina”.
Con el paso de los años, en 1950, debutó en el Metropolitan Opera House de Nueva York, en Don Carlo de Verdi. En ese escenario cantó en innumerables temporadas. Eran tiempos cuando las trasmisiones radiales llegaban con gran nitidez hasta el Río de la Plata. Brindaron así la ocasión de escuchar a Delia. El Teatro alla Scala de Milán, la Opera de París, La Habana, el Municipal de Chile, el Solís de Montevideo, fueron otros de los escenarios en los cuales cantó. En 1957 se retiró para residir en la ciudad de Nueva York, junto a su familia.
A Delia Rigal le fascinaban los personajes fuertes de la ópera. Sin embargo, en dos oportunidades encarnó a Mimí de La Bohème, de Puccini. Ella conocía muy bien la partitura aunque no la había cantado en público. En el Teatro Municipal de Santiago de Chile y en el de La Habana, ante la enfermedad de otra soprano y de la noche a la mañana, encarnó maravillosamente bien un personaje que no era de su agrado.
Con mucha pena debo reconocer que existen pocos registros sonoros de Delia Rigal. No había en sus años los actuales medios técnicos. Las versiones grabadas y conservadas son el fiel testimonio de la grandeza de una artista cabal.
Al principio de esta nota hice mención a uno de los cursos que Delia Rigal ofreció en el Teatro Colón. En una clase ella comentó el último acto de La Traviata, de Verdi. Nos llegaron muy hondo sus palabras. Cundo mencionó aquello de “cerca poscia le mie lettere”, se transformó. Era la misma esperanza anidada en el corazón de Violetta, ansiosa por recibir noticias de Alfredo Germont. Annina, su fiel servidora, debía ir hasta la estafeta postal para recoger la correspondencia recibida. Fue una sabia interpretación desconocida por algunos directores de escena.
Una “prima donna” nos desveló los secretos de la voz humana y del canto. Lo hizo con sinceridad y profundo conocimiento. Recuerdo que un día, ante el aria que no captaba bien un discípulo, se abajó para decirle didácticamente: “No es un vals, pero piense que es un vals y saldrá”. Otro día, ante un insulzo “O mio babbino caro”, interrumpió el canto y pidió que apareciera la picardía en la voz de Lauretta. También cortó un “Voi lo sapete, oh mamma”, de Cavalleria. Se reconcentró y dijo a la cantante: “¿Has estado alguna vez enamorada? ¿Sabes lo que significa la infidelidad de un hombre? Quiero que lo pienses y, en la próxima sesión la vuelvas a cantar”.
Delia era dueña de un excelente buen humor dentro de las sesiones y fuera de las mismas. Tuve ocasión de conversar muchas veces con ella. También por teléfono y a Nueva York cuando yo hacía mi posgrado en musicología, en Washington D.C. Fueron conversaciones amables, vivaces. Se mostraba siempre interesada por lo que ocurría en Argentina y por las novedades que podía darle de sus discípulos. Le preocupaba mucho saber que algunos cantantes valiosos tuvieran que formar parte del Coro Estable del Teatro Colón, para poder mantener a sus familias. Era algo que le dolía y, por eso repetía con frecuencia: “¿Cómo puede ser? Yo me formé aquí y canté aquí”. Agradecía siempre las enseñanzas recibidas y todo aquello que los maestros internos del Teatro Colón le habían sabido dar.
Cuando se retiró de los escenarios operísticos, se radicó en los Estados Unidos de América. Conservó siempre su nacionalidad argentina y la Julliard School de Nueva York se honró al recibirla para sus “master classes” en interpretación operística. Fueron muchos los cantantes que escucharon allí los consejos, las correcciones, por parte de una grande del canto lírico. Volvió muchas veces a Buenos Aires para respirar su aire y vivir los recuerdos de sus años infantiles y juveniles. Cuando le fue difícil emprender largos vuelos, lo sintió mucho. Sin embargo siguió hasta su muerte los éxitos y triunfos de sus antiguos discípulos.
No olvido el concierto que tuvo lugar en la inmensa Aula Magna de la Facultad de Derecho de Buenos Aires. Allí estaban los alumnos de Delia Rigal. Al final, le entregaron una pintura como recuerdo. Con emoción le relataron el gesto magnánimo de una reina que había dado toda su hacienda. Entonces un miembro de la Corte se animó a expresar: “Majestad no le ha quedado nada”. Ella replicó: “A mí me queda la esperanza”. Era verdad. Así también Delia atesoraba en su corazón la alegría de ver triunfar en un futuro a nuevos atletas del canto lírico. Ellos llevarían el resello el resello de sus enseñanzas.
Roberto Sebastián Cava