Semperoper de Dresde.15 Junio 2013.
Han pasado 6 años de mi última visita a Dresde, aunque la recuerdo como si apenas hubiera pasado una semana. En aquella ocasión se celebraba un Festival dedicado a Richard Strauss, donde pude asistir a representaciones de 10 de sus óperas en otros tantos días. Lamentablemente, la experiencia no se ha vuelto a repetir y bien que la he echado de menos en este tiempo.
En el tiempo transcurrido desde la mencionada ocasión anterior, la ciudad sigue siendo una preciosidad y no puedo sino animar a mis amigos a que la visiten, ya que a veces me pregunto si el calificativo de la Florencia del Elba no le queda corto a Dresde. A los atractivos monumentales de la ciudad hay que unir el edificio de la ópera, la Semperoper, uno de los más bellos jamás construidos, donde casi todos los días hay representaciones de ópera o ballet, estando en el foso una de las mejores orquestas del mundo, la Staatskapelle Dresden. Por si los atractivos no fueran ya suficientes, nada menos que Christian Thielemann se ha hecho cargo de la dirección de la orquesta desde el año pasado. ¿Alguien puede resistirse a venir a Dresde con Thielemann dirigiendo Der Rosenkavalier?
Obviamente, el Caballero de la Rosa con Thielemann es el motivo fundamental de mi viaje, pero los otros atractivos de la ciudad también cuentan y he decidido adelantar mi llegada y retrasar algo la salida para poder disfrutar de todo lo que Dresde ofrece, que es mucho.
Hoy era el estreno de una nueva producción de Der Fliegende Holländer, ópera precisamente estrenada aquí hace 170 años. El espectáculo escénico se debe a la alemana Florentine Keppler, que ya había hecho su debut en Dresde con L’Incoronazione di Poppea hace un par de años.
Esta ópera de Wagner se presta como pocas a que los directores de escena busquen su propia interpretación de la trama, puesto que la leyenda del Holandés Errante (El Judío Errante, originariamente) abre muchas posibilidades, mucho más acentuadas por el personaje de Senta, un ser soñador, romántico y desequilibrado como pocos pueden haberse ofrecido en la historia de la ópera. Florentine Keppler nos ofrece una versión onírica de la ópera, en la que toda la trama no son sino recuerdos y sueños de la protagonista, que está marcada por experiencias infantiles y vive en un ambiente machista, donde la mujer no cuenta sino para cuidar de la casa y tener hijos. Estos sueños y traumas infantiles de Senta no están mal traídos, pero en muchas ocasiones poco tienen que ver con lo que el libreto y la música van diciendo
Tras la obertura se produce una parada, en la que asistimos a un entierro en un acantilado del que parece más tarde ser Daland, el padre de Senta, quien aparece en escena acompañada por una Senta niña, en un desdoblamiento de personalidad y recuerdos. Durante el primer acto Senta está siempre en lo alto del acantilado mirando al mar, mientras que es la Senta niña la que se ve acosada por los marineros noruegos, que calman su sed en un bar de la zona del acantilado. El mismo escenario sirve para el segundo acto, a base bajar una pared que corta la visión del mar. Las hilanderas no son tales, sino un grupo de parturientas, todas exactamente iguales, que van pasando por la cama de partos, donde son atendidas por Mary, dando a luz a sus respectivos hijos, mientras Senta sueña con el Holandés como una liberación de su situación. En el tercer acto volvemos al acantilado del primero y, en lugar de fiesta, asistimos al velatorio de Daland, mientras Senta parece vivir la pesadilla de su boda con Erik. Es, por tanto, una visión extraña, en la que la mezcla de vivencias infantiles y el sometimiento a la autoridad paterna llevan al desequilibrio de la pobre Senta y sus ensoñaciones, más bien pesadillas. Terminará saliendo de escena de la mano de su doble infantil, casi siempre en escena.
La escenografía de Martina Segna funciona razonablemente bien, siendo adecuado con la visión de la dirección de escena el vestuario de Anna Sofie Tuma. Buena la iluminación de Bernd Purkrabek.
Es ésta una de esas producciones que requieren una profunda explicación de la parte del director de escena. En el programa hay unas páginas escritas por Florentine Keppler, pero mi alemán no permite entender sus pensamientos profundos. La dirección escénica está bien hecha y me parece una producción con cierto interés, pero en la que lo sueños – casi siempre absurdos, como los de todos los mortales – acaban por quitar mucho sentido a lo que uno escucha como música y texto en el escenario.
Constantin Trinks es uno de los directores jóvenes (38) más reconocidos en Alemania. Había tenido ocasión de verle dirigir hace un par de años en Munich en un Rosenkavalier y la impresión que entonces me produjo no es muy diferente a la actual. Me parece un maestro muy solvente y en algunos momentos muy brillante, pero resulta un tanto irregular en su lectura. La obertura me resultó particularmente superficial y excesiva de volumen, lo que se moderó algo durante el primer acto. Junto a ello tengo que decir que la segunda parte de la ópera funcionó mucho mejor, moderando sus impulsos y ofreciendo una versión mucho más interesante. La Sächsische Staatskapelle Dresden es una gran orquesta y da gusto escucharla y más en este bellísimo teatro. Nada que objetar, ni mucho menos, al Staatsopernchor Dresden, actualmente dirigido por el argentino Pablo Assante.
La Ópera de Dresde no suele ofrecer nombres de relumbrón en sus repartos, pero cuenta con un grupo de excelentes cantantes en la compañía, que son siempre una garantía en las óperas que interpretan. Así ha sido también en esta ocasión.
Markus Marquardt es uno de esos cantantes fijos en Dresde, donde lleva cantando bastantes años y cuyas actuaciones son siempre una garantía de solvencia. Su Holandés fue sonoro y bien cantado, resultando convincente tanto en términos vocales como escénicos.
La soprano americana Marjorie Owens es una de las grandes estrellas de Dresde y apenas conocida fuera de esta ciudad. Estamos ante una soprano de mucha importancia. El personaje de Senta no está al alcance de muchas cantantes y la americana lo resolvió con facilidad, seguridad y buenas dosis de emoción. La voz es atractiva, muy homogénea, poderosa sin excesos, y suficiente para llegar a las notas altas. Indudablemente, lo mejor de la ópera. Una soprano que puede triunfar en cualquier teatro de ópera del mundo.
El bajo Georg Zeppenfeld volvió a ser el intérprete seguro de sobra conocido. Su Daland fue perfectamente adecuado. No es un cantante extraordinario, pero sí uno que cumple siempre estupendamente.
La parte de Erik es de las más belcantistas que escribiera Richard Wagner y la erizó de dificultades, de modo que pocos son los tenores que no se dejan algo más que la piel en el arioso del tercer acto, en el que escasa vez son capaces sus intérpretes de escapar del falsete. Will Hartmann estuvo bien en el personaje, mejor de lo que esperaba y, aunque tuvo dificultades, cantó todas las notas, lo que no es poco ni mucho menos.
La mezzo soprano americana Tichina Vaughn fue un lujo en el personaje de Mary, aquí la comadrona del pueblo. El Timonel de Simeon Esper ofreció una voz adecuada, pero pasó apuros por arriba.
La sala de la Semperoper estaba prácticamente llena. El público se mostró cálido con los artistas, siendo recibidos con sonoros bravos tanto Markus Marquardt como Marjorie Owens. Hubo también bravos para el maestro. El equipo creativo fue recibido con abucheos, aunque no excesivos. En su última salida a saludar los abucheos fueron más unánimes y sonoros, lo que supongo que habrá colmado sus expectativas.
La representación comenzó puntualmente y tuvo una duración total de 2 horas y 15 minutos, sin interrupción. Los aplausos finales se prolongaron durante 9 minutos.
El precio de la localidad más cara (Palco Central) era de 99,5 euros. La butaca de platea costaba 93,50 euros, que pasaban a ser de 74,50 en las filas de atrás. En los pisos superiores los precios oscilaban entre 74,50 y 46,50 euros. La localidad más barata con visibilidad costaba 28,50 euros. Magnífica relación calidad-precio.
José M. Irurzun