Esperaba más deserciones, sin embargo, la sorpresa fue que la gente asistente a la función aguantó prácticamente en su mayoría. La música contemporánea se acercó al postmodernismo mediante la ruptura de la tonalidad. No es posible recordar ninguna melodía pero, sin embargo, se llegan a mostrar, en toda su plenitud, momentos de una expresividad única. Está parábola de la violencia contemporánea se volvió una bofetada apoteósica cargada de espectacularidad por unos medios muy distintos a los de la música tradicional.
Buena parte del éxito de la propuesta lo tiene la increíble puesta en escena del siempre iconoclasta Calixto Bieito; hay que reconocer que, cuando se trata de ópera contemporánea, Bieito no parece tan transgresor sobre todo porque sus montajes se adaptan de manera simbiótica a lo que nos dice la música. Esta sensación se pudo sentir claramente con la durísima Die soldaten de Zimmermann, el entramado de andamios industriales en los que estaba ubicada la orquesta, de frente al público, era un prodigio dotado de una elasticidad increíble a la hora de mostrar diferentes escenas o desplazar algún refuerzo instrumental al comienzo de la escena. Esta rara disposición solucionaba la necesidad de tener 120 instrumentos (imposibles de alojar en el foso) de una manera ciertamente ingeniosa además de estar totalmente amalgamados con la acción escénica. Los continuos movimientos de andamios y escaleras y las tres pantallas de vídeo con diferentes escenas dotaban a toda la acción de una visión poliédrica con variaciones que alternaban en espacio o, incluso, en tiempo. Es de lo mejor que le he visto al director.
El segundo pilar que sostenía la producción fue Pablo Heras-Casado; en una posición bastante poco habitual: a la espalda tenía el público y la mayoría de la acción escénica, consiguió sacar oro de la orquesta titular del Teatro Real, fue una ocasión única para apreciar la contundencia y claridad del gesto para dirigir, demostró una seguridad a prueba de bombas en una obra dificilísima que requiere mayor atención de la habitual, sin casi referencias y ciego escénicamente. Importantísima la labor del asistente de su dirección Vladimir Junyent que reprodujo a la perfección lo que dirigía el español, hay mucho trabajo detrás de esta producción más allá de lo que se puede observar para conseguir que la coordinación sea tan perfecta, sin dudas. Naturalmente, la orquesta respondió a los mandatos de ambos y los cantantes y coro igual. Todo para conformar un entramado por momentos confuso, pero que no perdió la compostura y fue totalmente acorde con la música del compositor.
Es difícil destacar, entre tan nutrido grupo de solistas, la labor de algunos de ellos; sobresaliente la gran triunfadora de la parte vocal Susanne Elmark en el complicadísimo papel de Marie, adoptando a la perfección el rol actoral y sin descuidar los exigentes cometidos musicales que la llevaban a sobreagudos sin olvidar la densidad orquestal de la mezza voce, imponente en todo momento. A su lado gran parte de la función, Julia Riley en el papel de Charlotte, interesante interpretación de la mezzo, cuya voz se adaptaba muy bien a la tesitura; fantástico Leigh Melrose en su atormentado Stolzius, su voz de barítono es noble sin grandes artificios y transmite a la perfección las penurias de su personaje. Estupendo Uwe Stickert en su conformación del maligno Desportes, tenor de voz amplia, un poco estridente, aunque en esta ocasión pegase más que otras. Buena presencia escénica del Wesener de Pavel Daniluk y muy meditado Eisenhardt de Germán Olvera. Poco que añadir sobre el resto de comprimarios, que se mostraron adecuados sin destacar demasiado. Lo mismo puede decirse de las escasas intervenciones del coro, en su lugar.
Buena ocasión para disfrutar de una obra de la que, seguramente, no podamos irnos tarareando una melodía al salir de la representación pero que, por otra parte, nos habrá impactado hasta remover nuestros sentimientos.
Mariano Hortal