Dios creó el mundo cantando Por Majo Pérez
Dios creó el mundo cantando. En una empresa de tal envergadura, era eso o vociferar. ¿Y por qué no seguir creyendo en la elegancia? Handel y Haydn seguramente lo veían así también. Algunas fuentes afirman que fue el músico y empresario Johann Peter Salomon quien proporcionó al austriaco el libreto de La Creación, el cual se encontraba entre los documentos que el genio de Halle dejó a su muerte. Haydn, admirador de los oratorios del alemán, quedó entusiasmado con el texto y enseguida se propuso ponerle música, lo cual, viniendo de un músico tan ocurrente como él, parece un acto de justicia divina hacia el acto creativo. El Hombre habla, el Artista canta.
Para un devoto tan ferviente como Haydn, ya lo han escuchado, a Dios creador no le hace falta un fortissimo para decretar “Hágase la luz”; lo dice bien bajito e inmediatamente la tierra informe y las tinieblas reinantes obedecen. Los padres y las madres que aún gozan de cierta autoridad sobre sus hijos también dominan el sottovoce, ese bajar intencionadamente la voz para enfatizar. Y es que si el canto confiere fuerza expresiva a las palabras, también lo hace el susurro.
En el principio era el Verbo cantado, y el Verbo cantado era con Dios, y el Verbo cantado era Dios, pero cantado pianissimo. Así lo constató Elías, y nos narró bellamente Mendelssohn en el oratorio que dedicó al profeta: “un viento poderoso que rompía los montes y quebraba las piedras pasó delante de él (de Elías), pero Yaveh no estaba en el viento. Vio pasar a Yaveh, y la tierra tembló y el mar rugió, pero Yaveh no estaba en el terremoto. Tras el terremoto vino un fuego, pero Yaveh no estaba en el fuego. Y tras el fuego vino un ligero y suave susurro. Y en el susurro vino Yaveh”.
Dios creó el mundo cantando porque su “Hágase la luz” no pudo constituir un acto puramente conativo. No pudo llegar, dar dos palmadas y venga, ¡que se haga la luz! La creación de un universo a través de la palabra no pudo estar desprovista de la función estética del lenguaje. Paralelamente, el artista genuino canta porque, en su búsqueda de luz, su discurso creativo rebasa los límites del espacio-tiempo y de la razón, y además revela una naturaleza mágica que el lenguaje profano desconoce.
Lo primero que crea un artista es a sí mismo, producto de la experiencia sensorial y expansionista de la poesía hecha vida. El que crea se canta el mundo a sí mismo y se lo canta a los demás, inaugurando nuevas posibilidades de ser. Al crearse a sí mismo, el artista recrea el mundo; abraza toda su diversidad de matices y la manifiesta. En esta línea de pensamiento compuso Walt Whitman su Song of myself (Canto a mí mismo), invitación al disfrute de nuestra capacidad de sentir en un mundo democrático:
Me celebro y me canto a mí mismo.
Y lo que diga ahora de mí, lo digo de ti,
pues cada átomo de mi cuerpo es tuyo también.
Huelgo… e invito a mi alma.
Me tumbo y huelgo a mi antojo sobre la tierra
observando los brotes de hierba del estío.
***
Tiéndete en la hierba conmigo, suelta tu garganta,
pero no son palabras, ni música, ni versos lo que preciso,
ni hábitos, ni discursos, ni aun los mejores,
Solo quiero la nana, el canturreo de tu voz suave.
Dios creó el mundo cantando y músicos de todas las épocas han seguido percibiendo los ecos de esa melodía primigenia en la armonía de las esferas, en el arrullo de las olas, en el gorjeo de los pájaros, en el silbido del viento, en el balbuceo de los niños, en el latido de la Pachamama, en el cliqueteo del teclado del ordenador…
Quizá en el fondo, todo es canto o fue canto, pues siempre hubo una primera vez. Y todo lo bello que ha quedado enmudecido simplemente está esperando una nueva vida. Así, el silencio de esta mañana de domingo solo es una invitación a que la llenemos de significados, de formas, que la vinculemos a gozosos sentimientos, a transformadoras experiencias, a que la definamos otra vez con nuestra infinita paleta de matices.
Duermen así como dormía el arpa de Bécquer, a la que Albéniz y los intérpretes Carlos J. Méndez y Carlos J. Domínguez, y tantos otros que siguen leyendo o cantando el poema devuelven a la vida:
Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueño tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo
veíase el arpa.
¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!
¡Ay! -pensé-. ¡Cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz, como Lázaro, espera
que le diga: «Levántate y anda!»