Era necesaria la aparición de un libro de esta índole para dotar a Rossini de la importancia que realmente se merece, sobre todo entre los músicos, que suelen considerarlo un sucedáneo de Mozart con todo lo peyorativo que conlleva esta etiquetación. Nadie mejor para escribirlo que el maestro Alberto Zedda, verdadero conocedor y estudioso de la obra del autor de Pésaro desde sus propios orígenes, lo que le ha llevado a realizar la mayoría de las ediciones críticas existentes de sus obras.
El maestro avisa en el comienzo del libro sobre su composición en “Libreta de Estudio y de pasión” hablando de sí mismo en tercera persona y alertando sobre la heterogeneidad de los textos que pueden resultar en una cierta irregularidad:
“Este libro recoge heterogéneas reflexiones de un músico que, tras encontrarse fortuitamente con Rossini, quedó fascinado por la profundidad de sus creaciones musicales y dramatúrgicas, hasta el punto de dedicarle una gran parte de su energía. Su interés por la materia ha podido crecer sin límite porque no se trataba solo de un viaje iniciático por el campo de la fenomenología musical, sino que ha abarcado toda una serie de temáticas de primera importancia, como una concepción teatral de descollante originalidad, una conciencia artística de valor paradigmático, una capacidad para juzgar hombres y hechos con gran inteligencia, un intrigante modo de relatar mediante imágenes figuradas recurriendo a la metáfora alusiva, a la paradoja lógica, a la gozosa locura del nonsense: un constante e irónico distanciamiento que tiñe de misterio y ambigüedad la figura de un genio, huidizo a pesar de la luminosidad de su mensaje.”
De hecho, él interpreta el libro como un resumen de sus experiencias en el sucesivo estudio de la obra de Rossini:
“El libro no es una biografía ni un análisis técnico-artístico de la producción de Rossini: es el resumen de una exaltante convivencia con un músico cuyo verbo se desea difundir, una ocasión para traducir una larga experiencia en sugerencias útiles para entender e interpretar sus obras.”
Sin embargo, el libro no se resiente de esta mezcla, muy al contrario, ahonda de tal manera en la obra del compositor que, en sí mismo, se convierte en un estudio musicológico de primer orden que va más allá de un simple acercamiento crítico. La profundidad del análisis sirve para entender la verdadera magnitud de un músico superlativo. Zedda no duda en mostrar las grandes virtudes del compositor resaltando en primer lugar el ritmo:
“Sobresale un componente de la sintaxis de Rossini que juega un papel absolutamente preponderante: la pulsión motora que anima su música, una rítmica distinta de la de todos los operistas que lo precedieron o que lo seguirán. No hay duda de que el ritmo constituye el aspecto más original y revolucionario de su modo de componer, animando con una escansión fantasiosa y traviesa incluso páginas repetitivas difíciles de justificar. Se trata de una rítmica perentoria, en absoluto mórbida y discreta, en aparente contraste con la aérea libertad que buscan las florituras del predilecto canto belcantista que marcan indiferentemente páginas apolíneas, no vulneradas por ella, y páginas inflamadas por la urgencia dionisíaca. Esclarecedoras son al respecto las palabras de Antonio Zanolini tras un paseo parisiense con el Maestro: “La expresión musical está en el ritmo, en el ritmo está toda la potencia de la música.”
Está pulsión se suma a las características innatas de Rossini, su versatilidad y su maduración precoz, que le convirtieron en un maestro de la orquestación y la vocalidad:
“Una versatilidad comparable a la de su idolatrado Mozart favoreció en él una maduración precoz y la posibilidad de desarrollar en tiempos muy breves una profesionalidad de asombrosa concreción. Su memoria prodigiosa le permitió un ritmo frenético de aprendizaje y de trabajo; el dominio de técnicas instrumentales complejas, que van del violín al contrabajo, del clave a la voz de óptimo timbre bari-tenoril, hace de Rossini un maestro de la orquestación y de la vocalidad. Experiencias adquiridas en directo por su asistencia a los teatros y el trato con músicos en compañía de su madre, discreta cantante, carente de teoría musical pero infatigable para prodigarse por el bienestar de su familia, privada a menudo del apoyo paterno por las tendencias libertarias de un progenitor rebelde a la autoridad vigente.”
Solo Zedda, por sus estudios críticos, es capaz de discernir la personalidad del compositor a través de los trazos, de los signos escritos en las partituras originales, a través de una serie de dicotomías podemos hacernos una idea del carácter de un compositor tremendamente ambiguo:
“Los signos trazados por Rossini con febril exaltación en miles de páginas revelan júbilo y tormento, duda y cansancio, frenesí y distensión, conciencia y extravío, intuición sublime y gran oficio, expresados con el trazo autorizado y fluido de quien tiene muy claro en la cabeza lo que quiere decir, de quien es consciente de poseer el don de la revelación. Los trazos de pluma, fuertes y decididos o débiles e inciertos, se convierten en palpitantes confesiones que no engañan porque reflejan el diálogo directo entre el individuo y su yo. En las páginas manuscritas de sus partituras, cada vez más atormentadas y despaciosas, se refleja el drama que ha transformado al más grande compositor lírico de su tiempo en un inquieto superviviente, asaltado por turbaciones no calmadas por el placebo de los aplausos.”
Hablando de la dramaturgia rossiniana, resalta una de esas anomalías que caracterizan su obra: escapa a la fisiología de la evolución, cosa que, por ejemplo, no sucede en Mozart (aunque también podemos observarlo en compositores posteriores como Verdi y Wagner) y alerta sobre la escucha superficial que se ha practicado frecuentemente en el caso del compositor italiano:
“Entre las tantas anomalías del fenómeno Rossini, resulta sorprendente la de escapar de la regla fisiológica de la evolución. Mientras que no hay un mozartiano que prefiera Lucio Silla a Don Giovanni o Ascanio in Alba a La flauta mágica, hubo y sigue habiendo quieres, con argumentos no peregrinos, anteponen Tancredi a Guillaume Tell o L’Italiana in Algeri a Le Comte Ory. Cuando un Rossini adolescente llega a enfocar de forma perentoria el vocabulario y la gramática de un código musical personalísimo, es difícil establecer para sus óperas una clasificación de primacía, y ello porque también a él, como a Mozart, le fue impedido ceder al mal gusto, perderse en la banalidad. Cada uno de sus melodramas representa un discurso completo y diferente, a pesar de que la peculiaridad de un léxico inmediatamente reconocible pueda dar ante una escucha superficial la impresión del déjà entendu.”
A la hora de definir las características esenciales del compositor Zedda enmarca el “virtuosismo” como elemento diferenciador de sus composiciones, le quita la posible superficialidad dotándole de vida cuando encuentra su conjunción con el texto:
“El secreto para transformar en efusiones de poesía unas fórmulas de por sí inexpresivas y genéricas se encierra en el concepto de virtuosismo, en el que el término exalta el valor de la raíz primaria “virtú”, y pierde ese ligero sentido de fastidio y suficiencia que ha adquirido para algunos intérpretes. Hay que aclarar ante todo que el virtuosismo de Rossini no puede ser solo la capacidad de plasmar correctamente las figuraciones de un belcantismo acrobático. Cantar arduas secuencias a una velocidad vertiginosa es obligado sin duda alguna, pero solo de ello no puede nacer la conmoción del sentimiento. Es indispensable dominar toda la gama de los sonidos, desde los tonos dulces y apagados a las emisiones fuertes y viriles, para que la “virtud” del intérprete llegue a insuflar vida a estas fórmulas asemánticas por antonomasia, a iluminarlas con el concurso de la fantasía y la imaginación, a transformar áridos mecanismos en éxtasis de amor, delirio de pasión, estallidos de furor.”
La ornamentación entonces se convertiría en la función fundamental que utiliza Rossini para dotar de significado a cada momento de sus composiciones, el cantante podrá entonces introducir los adornos que considere para subrayar la expresividad y la teatralidad:
“[…] pero Rossini no se limita a emplearlas como elementos complementarios de exorno: la ornamentación tiene una función primordial en el desarrollo del discurso, convirtiéndose en el elemento portante. Transformar en datos fundamentales del lenguaje unos artificios que otros compositores utilizan como oropeles secundarios es una tarea que exige al cantante una severa toma de conciencia y una escrupulosa disección analítica del texto.
El artificio exornativo tiene de por sí un valor musical limitado y escaso significado semántico pero consiente al intérprete inteligente sacar de él gestos teatrales eficaces para subrayar la emoción del momento. Por ello, el intérprete de Rossini tiene derecho a modificarlo o a sustituirlo para conseguir todo su potencial expresivo.”
Esta vocalidad es heredera del barroco, pero se vuelve más terrena:
“La vocalidad en Rossini hunde sus raíces en la práctica del canto barroco, a pesar de que el teatro barroco y Rossini sean antitéticos en sustancia: el teatro barroco exige una rica gestualidad para encontrar su realista irracionalidad. En el barroco son los dioses del Olimpo quienes hablan y actúan como los hombres; en el teatro de Rossini son los hombres los que buscan el distanciamiento y sublimidad de los dioses.”
Más que inspiradas son las reflexiones de Zedda al respecto de sus dos obras maestras sacras: lo religioso le sirve como excusa para liberar toda la tensión emotiva:
“En los interminables años de su exilio creativo, Rossini rompió la consigna de silencio justamente con dos obras sacaras de gran compromiso, el Stabat Mater y la Petite Messe solennelle, a lo que se añadieron algunas páginas corales como La foi, l’esperance et la charité, el Tantum Ergo y el O salutaris hostia, de modesta relevancia. En el Stabat Mater y en la Petite Messe se verifica un fenómeno interesante: bajo el signo de la inspiración religiosa, Rossini rompe la reserva y el pudor que siempre frenaron la manifestación de sus sentimientos para abandonarse por fin a un canto de gran tensión emotiva, de terrenal efervescencia.”
Como es el caso de su maravillosa Petite Messe Solennelle, un oxímoron en sí mismo, un logro sin igual que supone la culminación de esta liberación emotiva:
“[…] Rossini, antes de despedirse del mundo, da muestras de que ha comprendido los “mecanismos” del canto romántico, aunque se niega a aplicarlos a los sentimientos de los hombres. El texto latino de la liturgia católica, simbólico y cifrado, lo protege de la retórica sentimental, consintiéndole dar libre curso a la carga de la emoción. […] La oximorónica contradicción del título, Petite y solennelle, encierra, como sucede a menudo con Rossini, una doble verdad: la definición de Petite, amén de consentirle la irónica profesión de humildad expuesta en la dedicatoria del Buen Dios, afecta al carácter íntimo de una confesión religiosa expuesta sin los esplendores de la pompa ritual con una plantilla inusual y muy reducida: la de solennelle se refiere a la ambiciosa profundidad de los contenidos musicales más que a su dimensión estructural.”
En la parte final del ensayo nos encontramos con consejos directos para los directores, aprovechando la experiencia de su conocimiento adquirido vuelve al tema del tempo como generador del ritmo que hablaba anteriormente, para el compositor de Pésaro, el tempo animato se convierte en un vehículo para su expresividad:
“De las tres variantes a disposición del intérprete para insuflar vida rítmica al discurso musical –tempo sostenuto, tempo giusto, tempo animato- el tempo giusto (entendido como escansión rígida, carente de oscilaciones) es el que menos se adecua a la música de Rossini. La frase en Rossini exige continuas mutaciones de tempo aún en ausencia de indicaciones explícitas del autor, y el intérprete que quiera aprovechar por completo la potencialidad de un canto destinado a transformarse en gestos teatrales concretos debe recurrir a ellas continuamente. El tempo ideale para la música de Rossini es, por tanto, el que consiente que el cantante alcance en todo momento el máximo resultado expresivo, y la articulación rítmica se vuelve la clave que proporciona al canto la linfa vital que exige la poética musical.”
Y no solo los consejos, imprescindibles, tienen que ver con el ritmo, sino también con las dinámicas, los instrumentos a utilizar, la forma de afrontarlo, es toda una “guía de la interpretación óptima de las obras de Rossini”:
“Para obtener una ejecución fluida y animada es indispensable recurrir a la variedad propiciada por los tres aspectos diferentes de la rímica de Rossini: el tempo giusto (raro), el tempo animato (frecuentísimo), el tempo sostenito (en los Adagi y en general en los pasajes de ritmo lento).
Un cuidado muy particular hay que reservárselo a las dinámicas. Dada la ampliada sonoridad de los instrumentos modernos, es oportuno disminuir un grado cada prescripción dinámica referida a los pasajes de sonoridad intensa, para que ff se vuelva f, f=mf, mf=mp. […] en las arias de naturaleza dulce y amorosa, el f debería tener un carácter diferente del que suena en arias de significado dramático; más en general, el f de Rossini deberá ser ligero, rebotante y proyectado hacia adelante.”
Zedda resume a la perfección las sensaciones que origina su música, esa simbiosis entre placer y reflexión crítica que nos lleva a una complacencia, a un disfrute inigualable:
“Al escuchar sus obras, la coincidencia de un placer sensual hedonísticamente saboreado y de una reflexión crítica espiritualmente orientada puede conducir a una festiva complacencia, pero también puede contribuir a responder al imperativo del “conócete a ti mismo”, sin conculcar el derecho del arte a no expresar nada, ni explicar nada, fuera de sí mismo y de su propia magia.”
Estas Divagaciones rossinianas se convierten, por sí mismas, gracias a la sapiencia del maestro, en una obra imprescindible para comprender la verdadera relevancia del compositor además de acentuar aún más la satisfacción que produce su escucha. Quizá esta última reflexión sirva como colofón a este comentario:
“Con Guillaume Tell, Rossini se demuestra a sí mismo y al mundo que su talento era capaz de triunfar en el dominio del nuevo romanticismo, a condición de renunciar al canto artificial de los virtuoso castrati. Como había hecho con Semiramide, Rossini forja con Guillaume Tell una ópera que sobrepasa las dimensiones normales para reafirmar la validez de sus opciones artísticas y preanunciar su voluntad de apartarse de un mundo sediento de emociones explícitas. Equidistante entre pasado y futuro, Rossini no se preocupa por las clasificaciones: las etiquetas de conservador o de revolucionario no valen para un compositor que ha hecho dar a la música italiana un salto de gigante, reintroduciendo en la tradición europea un lenguaje que se había empantanado en fórmulas de elemental superficialidad.”
Los textos pertenecen a la traducción de Carlos Alonso Otero de Divagaciones rossinianas de Alberto Zedda en Turner.
Mariano Hortal