El jovencísimo ganador del Paloma O’Shea actuó en el Auditorio de Castellón
Tenía este comentarista especial interés en audicionar al jovencísimo pianista Dmytro Choni (24 años) ganador del premio Paloma O’Shea del pasado año. Las referencias que tenía sobre él no podían ser mejores. Joaquín Achúcarro, que presidió el jurado, habló de que el veredicto, para él muy satisfactorio, no había sido fácil, lo cual indica que el ucraniano se las hubo de ver con colegas de parejo nivel, lo que hace más laudable su triunfo. El pianista bilbaíno destacó la elegancia y sutileza interpretativa del ganador ruso, algo no fácil de conseguir con escasas dos décadas de vida. Por todo ello, me complacía especialmente que se le programase en el Auditorio de Castellón, anhelo que no pareció compartir el público, que no concurrió en la cuantía que la ocasión merecía. En fin, quienes no asistieron se perdieron un excelente concierto. Peor para ellos.
Razón tenía mi admirado y buen amigo Joaquín Achúcarro en alabar al casi adolescente ucraniano y ya no solo por poseer una técnica inmaculada y límpida, un sonido intenso y poderoso y un fraseo diáfano, escrupuloso y sensorial, sino, sobre todo, por el talento, discernimiento interpretativo, la sensibilidad, la inspiración y el concepto. Cuando se me encargaron las notas al programa, vi que el mismo no podía ser más complejo, no solo por exigir una pericia al alcance de muy pocos intérpretes sino, fundamentalmente, por la madurez interpretativa que exigían en ámbitos muy divergentes Liszt, Debussy y Ginastera. Y dentro de sus producciones obras muy singulares en las que se extendían, como el varillaje de un abanico, alientos poéticos, sonoridades aéreas y refulgentes y ritmos intensos. Pues bien, el señorito Choni supo conceder a cada partitura su intención, con un relato que no solo evidenciaba talento interpretativo y mecanismo magistral, sino una sensibilidad conceptual muy acrecentada y sugestiva en las versiones.
Su presencia en el escenario sorprendía: jovencísimo, imberbe, muy delgado, muy querube, no muy alto, tímido, elegante, refinado con modales casi principescos, pulcro y meticuloso hasta la extenuación, se tomaba su tiempo en ajustar la banqueta y gustaba de prolongar los finales en pianísimo hasta que el silencio se hacía ominoso sin despegar las manos del teclado para determinar que los aplausos no interrumpieran la mudez sigilosa. Todo un gentleman de la escena, con no poco de apariencia de romántico poeta, pero de los del XIX.
Su Liszt fue tan diverso como inspirado (cualidad que le acompañó en todo el recital) «Las campanas de Ginebra» sonaron a carrillón con ambientalidad cristalina, y nostálgica melancolía. El 104 soneto del Petarca, tuvo exquisitez, así como las transcripciones de los dos lieds de Schubert: «El canto del cisne», con un aliento sinfónico, tenía el arrobamiento sentimental de quien contempla un paisaje con melancolía de abandono y «Erlkönig», dibujó la intensa galopada y el diálogo aciago del padre con el hijo que narra Goethe. Un descriptivismo sonoro con visión casi cinematográfica en la providez explicativa de la versión. La «Lectura de Dante», desde los acordes decrecientes iniciales de la zurda, fue una sinfonía pianística de amplia libertad poética contraponiendo los aquelarres infernales a la angélica evocación del cielo. Música pura, música ensoñada haciendo buenas las palabras de Liszt: «Componer es entrar en el reino de los sueños».
La primera de las tres «Imágenes» de Debussy, «Reflejos» tuvo una sosegada rítmica ondeante, mezclada con centelleos y la incorporeidad del agua convertida en atmósfera auditiva. A la izquierda Schumann y a la derecha Chopin. El «Homenaje a Rameau» a ritmo de sarabanda a 3/2 y 4/2, basculó entre la elegía y la solemnidad y «El movimiento» puso en solfa un concepto totalmente abstracto en la alternancia de los tresillos en semicorcheas de la derecha y los cuatrillos en corcheas de la izquierda, cuajando un movimiento perpetuo a modo de acentuado rumor.
La sonata de Ginastera, es pieza de concurso pianístico, como sucede con su homónima para guitarra. Difícil, diversa y muy conceptual exige enfatizar los extremos del piano en el primer tiempo con pulsos de 9/4, 6/8, 3/4 cambiantes casi a cada compas, el misterio angustiante del segundo tiempo y por el contrario el tercero que requiere un sabio uso del pedal por la lentitud aciaga de sus frases que llevan a alargar las notas hasta la extenuación. El último el pampero tiempo final con semicorcheas es obsesivo por el marcadísimo ritmo gaucho. Pues bien, así nos lo hizo entender Dmytro Choni, al que tenemos legítimo derecho a augurar una brillante carrera.
El público superó su escasez con cálidas y profusas ovaciones y bravos contrapuntados, que obligaron al pianista a ofrecer dos propinas, «El puerto» de la «Suite Iberia» de Albéniz —que no tuvo ese casticismo que pide el acento del zapateado de Despeñaperros hacia abajo, por más que mecánicamente fuera impecable— y un brevísimo y sentimental regalo floral de Rachmaninov en el que, entonces sí, uno se permitió evocar al sobrenatural Horowitz.
Antonio Gascó