El hecho más impactante de la noche del viernes durante el estreno, de la reprogramación en Bastille de la versión de Krzyszlof Warlikowski, de Don Carlo de Verdi -esta vez en Italiano, bajo la (no)batuta de Fabio Luisi, y con un reparto de lujo: René Pape (Filippo II), Roberto Alagna (Don Carlo), Étienne Dupuis (Rodrigo), Vitalij Kowaljow (Il Grande Inquisitore), Sava Vemié (Un frate), Aleksandra Kurzak (Elisabetta di Valois), Anita Rachvelishvili (La Principessa Eboli) et Êve-Maud Hubeaux (Tebaldo)-, fue sin duda el anuncio, al final del primer entreacto, de la indisposición de Roberto Alagna, rápidamente remplazado por Sergio Escobar, quien empezó con miedo pero remonto rápidamente defendiendo dignamente el papel. La noche prometía mucho y, a pesar de esta triste nota, no nos defraudó en absoluto.
La muy profunda interpretación escénica que Warlikowski nos propone no tiene desperdicio alguno, desde el principio hasta el final. Un busto de un viejo Carlos V, en primer plano, que nos mira fijamente (durante todo el primer acto); un pueblo vestido de postguerras lamentándose por el frío y el hambre; un diván con un hombre perturbado (Don Carlo); una novia vestida de blanco tirando de un caballo también blanco (Elisabetta); la proyección de imágenes de los momentos psicológicos más al límite de los protagonistas o de una especie de “Saturno devorando a sus hijos”, todas ellas a modo de película de antaño, y un largo etcétera que se prolonga hasta el último minuto, obteniendo un excelente resultado en la búsqueda principal de esta versión de Don Carlo: destacar la profunda carga psicológica que reside en este drama verdiano.
Warlikowski, además, propone unos espacios sorprendentes y frescos (para los que no conocíamos esta versión): un gimnasio de esgrima para el coro de doncellas de la reina convertidas en tiradoras, un anfiteatro universitario para una ejecución inquisitorial, un salón “relax” para el desarrollo de la decadencia de cada personaje, exigiendo una actuación muy real y apasionada a todos y cada uno de los intérpretes, poniéndolos a veces en situaciones extremas como cantando con el vientre en el suelo o fumando. Sobre esta última, el fumar, reside mi única nota negativa…muchos personajes, cantantes o no, fuman durante la actuación… Entiendo el significado estético en el que se basa este hecho en ciertos momentos, pero lo encuentro en general abusivo y un poco gratuito o fácil.
Los cantantes siguen las directrices marcadas por esta versión a la perfección, dando unas actuaciones dramáticas de alto nivel, haciendo partícipe al público de sus sufrimientos, perturbaciones, envidias,… y evidentemente unas interpretaciones musicales inolvidables.
Aleksandra Kurzak fue exquisita con su interpretación, con una voz muy redonda pero ágil, bien proyectada y con unos contrastes dramáticos desde graves abiertos y potentes hasta pianísimos filatos que impresionaron al público.
Roberto Alagna nos cautivó desde sus primeras notas, con ese timbre lleno, poderoso y directo pero de bordes pulidos y claros. Su dúo con Étienne Dupuis (Don Carlo y Rodrigo) fue un momento que los presentes no olvidaremos jamás. Pero no fue el único.
Quien también nos ofreció momentos memorables fue Anita Rachvelishvili, que se llevó los más fuertes aplausos y bravos del público. Con su enorme voz, llenando sin igual todo el teatro de la Bastille, unos graves de pecho abiertos y poderosos y con unos agudos bien redondos se puso a la altura de las más grandes. Sin menospreciar en absoluto su actuación dramática que fue simplemente genial: nos hizo reír con su personaje un poco estrambótico, y nos dejó sin respiración con su sufrimiento.
También hay que destacar a Étienne Dupuis, quien, con su voz brillante, serena y muy bien proyectada, hizo un Rodrigo muy digno incluso cuando este se arrastra por los suelos muriéndose…¡otro momento inolvidable! O, a René Pape que con su voz profunda y su vibrato ancho dotó de solemnidad y dramatismo su personaje perturbado como el de Filipo II.
Finalmente hay que reconocer el gran trabajo de Fabio Luisi, quien, sin batuta (a mano desnuda), consiguió un resultado musical excepcional. La precisión de su gesto hacia todos los intérpretes (orquesta, coro e incluso solistas) fue generosa y exquisita, dando una unidad al conjunto musical que muchos ya querrían. La expresividad de sus manos superó cualquier batuta posible, dotando a la música de una riqueza en registros, matices y dramatismo que mereció con creces el fuertísimo aplauso que el público le dedicó.
David Farrés