Ehnes desata la locura en Seattle en el estreno del Concierto para Violín de Kernis

Concierto para Violín de Kernis. Foto: Seattle Symphony
Concierto para Violín de Kernis. Foto: Seattle Symphony

El pasado jueves dieciséis, los cartelones del auditorio Benaroya de Seattle anunciaban con grandes letras que Ludovic Morlot dirigiría a la Sinfónica de Seattle (SSO) en la Sexta Sinfonía de Beethoven, Pastoral, dentro de la integral de las sinfonías Beethovenianas que el director francés ha programado esta temporada. La obra maestra del genio de Bonn era suficiente para llenar el auditorio. Pero lo cierto es que muchos de los asistentes no esperaban que el estreno mundial del nuevo Concierto para Violín del compositor americano Aaron Jay Kernis, interpretado por el estupendo violinista canadiense James Ehnes, iba a ser la sorpresa de la velada.

El programa se abría con el Cortège et Air de danse de L´enfant prodigue de Debussy. La obra sustituía a la anunciada Printemps del mismo compositor, retirada en el último momento para aliviar la carga de una orquesta que ya tenía demasiado en el plato como para meterse en camisas de once varas. La SSO se quitó el aperitivo de en medio con profesionalidad y sencillez, sin correr demasiados riesgos, lo que dejó una versión algo insípida.

El violinista canadiense James Ehnes llevaba tiempo intentando convencer a su amigo de que le compusiera una gran obra para violín, sabedor de la mano de A. J. Kernis para escribir partituras para instrumentos de cuerda. Baste recordar su Cuarteto de cuerdas Núm.2, ganador del Pulitzer en 1998. Ehnes conoce bien a la afición de Seattle, a la que ha deleitado como director artístico de la Seattle Chamber Music Society.  No es extraño que, junto a Kernis, decidieran estrenar este Concierto para Violín en la ciudad de la lluvia eterna.

El Concierto para Violín de Kenis sigue la estructura clásica, con tres movimientos de similar extensión: Chaconne, Ballad y Toccatini.

En la Chaconne, la música de Kernis se desarrolla en dos líneas disociadas. La línea orquestal, rica y compleja, no acompaña ni apoya, sino que desarrolla su canto en paralelo con el violín. Poco a poco, ambas comparten escarceos ocasionales. Sim embargo, la orquesta mantiene esta tangencialidad con un tono más atmosférico, mientras que el solista evoluciona con mucho mayor recorrido expresivo, que va del torbellino electrizante de notas cortas y agudas a una declamación más poética después. De esta manera, la SSO fue dibujando un puñado de paisajes sonoros que el estradivarius de Ehnes iba transitando sin prisa, expandiéndose en digresiones y accesos que iban de lo heroico a lo patético.

No cabe duda de que Kernis compone el concierto a la medida de James Ehnes, y aunque el solista sufre en ocasiones para encontrar caminos expresivos más allá de su virtuosismo, su compenetración con Ludovic Morlot y la SSO aportó momentos de sabroso disfrute.

En la Ballad el flujo orquestal se agosta y el violín transita estados contemplativos y elegíacos, desplegando su canto sobre un acompañamiento amable y sucinto. Escuchamos por primera vez motivos industriales y fabriles en la orquesta, mientras el solista recupera melodías del primer movimiento, como preso de una fiebre inevitable. El efecto en el espectador es muy potente, al punto que resulta imposible perder el hilo de una música que no deja al oído acomodarse.

La SSO se esforzó por estar a la altura del acontecimiento, en una interpretación natural, desahogada y sin artificios. Ehnes navegó sin dificultad, gracias a su técnica, las turbulentas aguas de una partitura que se las trae, cuajada de escalas, jeribeques y esbalzos.

El tercer movimiento, Toccatini, en parte compendio y síntesis de lo anterior, supuso la apoteosis técnica de todos los músicos, en una orquestación alambicada pero honesta que hizo las delicias del público. La parte central del movimiento recupera el tono lírico de la ballad y despeja el camino para la entrada del solo de violín, de una dificulta endiablada, que parece creado para mayor gloria de Ehnes. Este, por su parte, no decepcionó. En la sala se respiraba ese ambiente especial de las grandes ocasiones, y cada nota venía aderezada con la novedad del estreno. El solo para violín se distrae un poco del discurso general, y parte el movimiento en dos. La SSO recuperó el tono con sonidos de trenes y metales, a modo de fanfarria posmoderna. El concierto se cierra con una graciosa coda que supone un final sarcástico, casi humorístico.

Por la ovación del público de Seattle, su calidad artística y su sorprendente eficacia expresiva, nos fuimos al descanso con un inmejorable sabor de boca, y la sospecha de que la singladura de este Concierto para Violín de Kenis no ha hecho más que comenzar.

La Sexta de Beethoven parecía un premio innecesario después de lo ocurrido anteriormente. Ludovic Morlot, que se caracteriza por tratar de llevar al límite las oportunidades artísticas que ofrecen las partituras de Beethoven, propuso un primer movimiento de linda factura, equilibrado y ponderado, al que le faltó acaso naturalidad. Los músicos de la SSO parecían no encontrar acomodo en la versión del director de orquesta francés. El andante siguió por los mismos derroteros, lleno de terciopelo y algo corto de intensidad en las cuerdas. Se subrayaron las intervenciones del viento madera, que quedaron lustrosas. En el tercer movimiento, tanto director como orquesta anduvieron por una senda mucho más inspirada. Morlot eligió un tempo muy atractivo, algo más rápido que lo habitual, pero la SSO no lo acusó, especialmente la sección de chelos y contrabajos, realmente intachable. Como único pero, la extralimitación del timbalero, que con sus zurriagazos atraía demasiada atención, pero que, junto a otros muchos detalles, le dieron a la sinfonía un agradable tono de desinhibición.

Carlos Javier López