Dosis de desgarro y dolor con ápices de lujuria y deseo. La sala sinfónica del Auditorio esperó el pasado domingo, en el ciclo del Universo barroco, a que la Reina y el Rey de Tebas salieran a escena a ofrecer, lo que fue, una impecable actuación. Los dos protagonistas, Karina Gauvin y Philippe Jaroussky, junto a los demás artistas del cartel y la Boston Early Music festival Orchestra, estrenaron en España la música de Agostino Steffani, siendo la premier en Munich (Alemania) en 1688.
La historia de Niobe y Anfión, basada en La Metamorfosis de Ovidio, cuenta una tragedia griega en la que los reyes de Tebas pierden a sus hijos. Anfión se suicida por desesperación ante el infanticidio; y Niobe, la reina, tras encontrarse con la muerte ante sus ojos, queda petrificada del dolor. Siempre seguir la mitología es una tarea difícil pero la versión abreviada que se plasmó anoche en tres horas, hizo que el público ojeara unas cuantas veces la sinopsis pero a su vez, disfrutara del comprensible desarrollo de la historia que enganchó de principio a fin.
Arias magistrales y breves junto a recitativos armónicos, acompañados por un bajo continuo orquestal que usaba numerosos ritornelos para hacer más dinámica la obra y no decayera, en ningún momento, esa separación en las piezas cantadas. Una excelente y ensayada técnica orquestal dirigida por Paul O’Dette y Stephen Stubbs, que desde sus propios asientos fueron capaces de llevar a dos manos la dirección y la interpretación. Por un lado, formaban parte de los pasajes instrumentales con la tiorba, instrumento similar al laúd barroco, y la guitarra barroca; y, por otro, entre O’Dette y Stubbs dirigían con mucha complicidad, sentados y de espaldas al concertino, en el caso del maestro O’Dette, a la orquesta de Boston. Algo que en un principio se escapaba cómo podría hacerlo pero vista la ópera, se puede asumir lo impresionante que fue la relación entre la música cantada e instrumental.
Una cuerda magnífica, a destacar el arpa barroca, interpretada por Maria Christina Cleary. Un instrumento que siempre queda escondido entre los miles de atriles que ocupan el resto de cuerdas; sin embargo, ayer tomó un gran protagonismo con sus solos arpegiados acompañando de una manera celestial las arias y recitativos. Una madera que seguía con sus movimientos de cabeza y silbidos la pieza y dedos que parecían deslizarse entre las flautas de pico. Un metal adaptado a esta época que hacía más rimbombante los momentos de tensión de la trama pero que no cuadraba mucho; y, un percusionista que, aunque escondido entre los violonchelos, tuvo toques muy originales que sorprendió gratamente al público.
La audiencia pudo transportarse cuatro siglos atrás. El barroco quedó visible en intérpretes jóvenes que enorgullecerían al propio Steffani y en dos directores tan humildes como magistrales.
Un total de nueve artistas completaban el elenco de la ópera, pero el nombre que lleva resonando días antes de la interpretación y que brilló en el escenario del auditorio es el del contratenor francés Philippe Jaroussky. No es plato de buen gusto jerarquizar en un cartel donde aparecen varios intérpretes y todos de renombre, pero, en este caso, hizo una “sombra real” a los demás. Fue el encargado de interpretar las arias más poderosas, a destacar el recitativo seguido de la fanfarria de trompetas del Acto I, donde el pueblo de Tebas se levantó para aclamarle. Los que no eran de Tebas siguieron ese clamor y el fervor aplauso cerró su pieza.
Pianíssimos que proyectaban igual, o más, que un forte y que formaban un crescendo que resonaba y llegaba a cada rincón de la sala. Una técnica vocal y un fiato que enmudecía, dejaba con los ojos como platos y propiciaba alguna lágrima entre el aria de la escena cinco del Acto II, perdido Anfión entre la muchedumbre y completamente roto. Una tristeza que transmitía de una manera que lograba la empatía con el espectador. Una perfección coral y divina, consiguiendo lo que unos pocos, y más en el caso de los contratenores, pueden hacer.
Por otro lado, la reina de Tebas, Niobe, la que da nombre a esta ópera, interpretada por Karina Gauvin. Elegante y segura, sensual y firme. Su presencia y técnica hicieron de ella una gran protagonista de la historia; además, supo cambiar muy bien la línea dramática que pedía su rol. Momentos a destacar el aria a due entre Anfión y ella donde se proclaman su amor eterno. Un momento tan corto como intenso que levantó el vello de muchos brazos; al igual que la escena final, donde queda petrificada por el dolor de la muerte. Un tormento al ver en escena cómo los dos protagonistas perecían y expiraban su último y gran aliento.
El resto de los siete artistas del plantel complementaron esta obra con un gran nivel artístico. Aaron Sheehan, el tenor que dio vida a Clearte, el príncipe pretendiente de Niobe, mantuvo una proyección que aunque ensombrecía en algunas ocasiones la dicción, no dejó indiferente su presencia. Asimismo, la caracterización del contratenor José Lemos, travestido en Nerea, la nodriza de Niobe. Gracioso, popular y con un abanico negro que oscilaba entre el gran registro de su voz, cambiando en ocasiones de manera exagerada. A partir de aquí, en un descenso poco significativo de la calidad de interpretación, encontramos a Poliferno, Jesse Blumberg, que adoptó uno de los papeles secundarios más protagonistas y que supo resolver estupendamente, al igual que Colin Balzer (Tiberino) y Christian Immler (Tiresia). Sin embargo, el papel ahogado y virginal de Manto, interpretada por la soprano Teresa Wakim y la falta de color y un más que discutible aria final de Creonte, pusieron el punto sombrío a esta ópera, pero que no dejó eclipsar negativamente a la obra en sí ni al resto de artistas.
La tragedia griega ha vuelto a triunfar y el barroco sigue más vivo que nunca. Un gran espectáculo.
Isaac J. Martín.