La película dirigida por el actor británico Ralph Fiennes, que interpreta a su maestro, Alexander Pushkin, es un sólido relato cinematográfico sobre el artista que protagonizó el auge del ballet clásico en Occidente, desde que desertó de la Unión Soviética en 1961
Cristina Marinero
En la biografía de Julie Kavanagh sobre Rudolf Nureyev le califica como un hombre que baila como un dios, pero que se comporta como una bestia voraz y salvaje. Y esta premisa se mantiene en la película que ha dirigido Ralph Fiennes, con un delineado narrativo detallista que va mostrando ambas caras del artista que trajo de nuevo a Occidente el boom del ballet clásico en los años 60 -los Ballets Russes de Diaghilev iniciaron el camino entre 1909 y 1929- tras desertar de la Unión Soviética en el aeropuerto Le Bourget de París, el 16 de junio de 1961.
Con la llegada del astro a la ciudad donde nació el ballet, como primer bailarín del Kirov, Fiennes alterna este principal relato que explica minuciosamente los días y horas previos a su deserción, con el de su nacimiento en un tren por Siberia y su infancia junto a su madre, sus tres hermanas y un padre ausente que vuelve a serlo al poco de regresar de la II Guerra Mundial. En paralelo, vemos su llegada a la Escuela Vaganova, ya mayor, con 17 años, subrayando como foco principal de esta época la ayuda de su maestro Alexandr Pushkin y, no sólo en el aspecto artístico, la de su esposa, además de sus visitas a los museos Hermitage y Louvre, absorbiendo las obras de los maestros con pasión.
Fiennes interpreta a Pushkin, hombre de carácter introvertido, y ha podido inspirarse en las filmaciones documentales que existen de él dando clase a otro de los bailarines rusos que desertaría años después, Mikhail Baryshnikov. La película ha podido reproducir con exactitud el aula que se ve en esas imágenes, los ejercicios y variaciones que realizan los jóvenes y el estilo pausado del maestro, con colocación de brazos y torso en la tradición más clásica. “La técnica es el medio para un fin, la historia que quieres contar cuando bailas es lo importante”, le desvela Pushkin a Nureyev, que reacciona como aferrándose a esa máxima.
El bailarín está basada en el libro publicado en 2007 Rudolf Nureyev. The Life, de la también autora de la biografía Secret Muses: The Life of Frederick Ashton, donde desmenuza la vida y obra del coreógrafo y director del Royal Ballet que le emparejó con Margot Fonteyn en 1963, para marcar un hito en la Historia de la Danza durante tres lustros. Nureyev tenía 25 años, Fonteyn, 44 y estaba a punto de retirarse cuando Ashton montó para ellos Marguerite and Armand, ballet basado en La dama de las camelias, de Alexandre Dumas. La bailarina, que se retiraría en 1979, con 60 años, decía que ya desde los primeros ensayos se palpó una corriente eléctrica entre ambos que llegaba a quienes les observaban bailar.
En la película, la historia termina con su deserción y se señala la importancia que tuvieron en la vida del astro las mujeres maduras, atraídas por su magnetismo. “Yo no soy ruso, sino tártaro. El tártaro es un animal complejo, sabia mezcla de ternura y de brutalidad”, declaró el artista sobre su personalidad felina. En 1983 se convertiría en director del Ballet de la Ópera de París, nombrado por el ministro de cultura francés, Jack Lang, posición que sólo su prematura muerte, el 6 de enero de 1993, le arrebataría.
El guión de El bailarín es el pilar que sustenta con aplomo esta notable película titulada originalmente The White Crow, el cuervo blanco, apelativo que se da a quien se sale de la norma, a quien es extraordinario y por lo que así le apodaron desde muy joven. Nureyev se saltó muchas normas por instinto, ansias de ser libre y, como también apunta esta producción respaldada por la BBC, bastantes dosis de egolatría.
La adaptación de la biografía de Julie Kavanagh por parte del dos veces nominado al Oscar, David Hare, guionista de Las horas y The Reader, permite acercarnos con bastante lujo de detalles al carismático y rebelde bailarín, que interpreta el ucraniano de 21 años, en el momento del rodaje, Oleg Ivenko. Sin llegar a desprender la energía tan única del divo ( Nureyev sólo ha habido uno), Ivenko se afana por hacer una buena interpretación, a la vez que demuestra su categoría en las variaciones de El lago de los cisnes o El corsario.
A su lado, el gran “rebelde” del ballet actual, el ex-estrella del Royal Ballet Sergei Polunin, encarnando a otro primer bailarín del Kirov, Yuri Soloviev (apodado «Cosmic Yuri», por sus grandes saltos y el parecido con el astronauta Yuri Gagarin; se suicidó con solo 37 años), compañero de habitación y “carabina” por orden del comisario del KGB, cuando Nureyev quiere irse de cena con sus recientes amigos franceses. Estos Pierre Lacotte (Raphaël Personnaz), también afamado bailarín, quien años más tarde se haría famoso con la recuperación de ballets como La fille mal gardée, y, sobre todo, Clara Saint (Adèle Exarchopoulos), quien acababa de perder a su novio en un accidente de coche –era el hijo de André Malraux, el eminente ministro de cultura- y se convierte en su íntima, ayudandole directamente en el momento de su deserción en el aeropuerto, burlando a los agentes soviéticos.
En paralelo a la relación de amistad especial con Clara, Nureyev tiene a su lado a otro bailarín, Teja Kerkem, de Alemania del Este, quien además de ser su amante, filma sus actuaciones y estudia con él sus correcciones. El es quien le insiste en que debe seguir su carrera en Occidente y que tiene que volar. Qué suerte haber recibido ese consejo. Porque el resto ya es parte de la Historia de la Danza del siglo XX.