La concreción, textos que siempre son más breves de lo que necesitaríamos y la cantidad de nombres incluidos en una producción de ballet nos hace sintetizar muchísimo los datos sobre el origen y creación de estos famosos títulos del clasicismo imperial ruso. Aquí me permito extenderme en ello. En una primera parte, para saber, de nuevo a grandes rasgos, el origen de El Cascanueces, ahora que afrontamos el estreno de la Compañía Nacional de Danza, con la versión de José Carlos Martínez, que analizamos en la segunda mitad.
Cuando hablamos de esa época liderada por Marius Petipa y sus ballets compuestos por Tchaikovsky, esto es La bella durmiente (1890), El cascanueces (1892) y El lago de los cisnes (1895), es obligatorio poner siempre a su lado a Lev Ivanov, no sólo como coreógrafo, en el caso del segundo ballet, y coautor, en el caso de El lago…, sino también porque fue quien llevó la “marca de la casa” del maestro francés hacia una estilización todavía más depurada, lo que le convierte en eslabón imprescindible para entender el neoclasicismo que vendría en el arranque del siglo XX impulsado por Diaghilev, con Fokine, Massine y Balanchine como sus tres coreógrafos de referencia.
Pero también es necesario hablar de Iván Vsevolozhsky (1835-1909), anterior diplomático y hombre de gran sabiduría en artes, además de muy europeo en gustos, al que el zar Alejandro III nombró director de los teatros imperiales como consecuencia de su gran reforma, iniciada en 1882, tras llegar al trono. Vsevolozhsky consideraba a la danza, además, como arte sumamente cultivado y absolutamente necesario. Y era, por tanto, quien tomaba decisiones sobre qué se ponía en escena y cómo.
Lo más curioso del modo de proceder del director de los teatros imperiales, que también escribió libretos y firmó diseños para estas producciones, fue que, si bien la política del Zar estaba guiada por el objetivo de que todo fuese “más ruso”, como reacción a la europeización vivida en la época de su padre, él siguió ese camino, pues también era un defensor del arte Ruso, pero desde una óptica apartada de “lo nacional” como fuente. Además, fue él quien acercó Marius Petipa a los dos compositores que marcarían los éxitos de su última etapa, Piotr I. Tchaikovsky y Alexander Glazunov.
Con las reformas de Alejandro III, el país se llenó de teatros musicales, donde también actuaban los artistas italianos con sus espectáculos de danza de masas, puestas en escena mágicas y gran despliegue acrobático y escenográfico. Esos títulos derivaban del famoso Excelsior, del coreógrafo Luigi Manzotti y el compositor Romualdo Marenco, estrenado en la Scala de Milán en enero de 1881, que iniciaría el tipo de gran espectáculo que empezó a denominarse ballet-féerie, ballet-fantasía, ballet fantástico o mágico, sería su traducción.
Vsevolozhsky, Tckaikovsky y Petipa se mostraron escépticos ante estos ballets fantasía, pero contraatacaron de forma inteligente a los italianos con sus mismas armas: La bella durmiente era una féerie, un gran espectáculo fantástico, pero contenía la aristocracia heredada por el ballet en Rusia y, muy importante, el tratamiento de su historia con dramaturgia cuidada y ese “alma” que emociona al público no sólo por su espectacularidad. Y, en esa línea, volvieron a unirse para crear El cascanueces dos años después.
Gran ballet fantástico
Por lo dicho, El cascanueces siempre es asociado a una puesta en escena deslumbrante, es el ballet de la Navidad y su éxito de público es una constante cada año. Sin embargo, en esta versión de José Carlos Martínez estrenada por la Compañía Nacional de Danza el 26 de octubre pasado en el Teatro Baluarte de Pamplona y en el Teatro Real de Madrid, el 3 de noviembre, función que vimos, nos falta la magia y la emoción.
Esa magia del “adn” de El cascanueces no se refiere a la incluida aquí por Martínez, la de unos trucos –por otro lado, muy sencillos- enseñados por magos profesionales al bailarín que encarna a Drosselmeyer, interpretado por Ion Aguirretxe en la función del Real. La magia debe estar en ese salón navideño donde recibe la familia Stahlbaum a sus invitados (faltó el árbol de navidad que crece), en el sueño de Clara y la batalla entre soldados y ratones, y, por supuesto, en la escena de los copos de nieve. Pero, y aquí es donde más se echó de menos su cualidad de ballet-féerie, en la llegada de los protagonistas al país de los dulces o como quiera denominarse, lugar fantástico por excelencia.
Martínez ha despachado el segundo acto, con la escenógrafa Monica Boromello, con unas cuantas bolas colgantes y un ciclorama que cambia de color. ¿Es así como ven un reino de fantasía? No basta con utilizar el eufemismo justificativo de “una estrecha frontera entre el mundo real y el de fantasía”, como dice en su texto el director de la Compañía Nacional, para reutilizar los decorados del salón en la decoración de este país mágico. Sobre todo, cuando en su intención sobre el ballet, dice que contrapone la rigidez burguesa del primer acto, con el mundo de ensueño, del segundo.
El original de 1892 del Mariinsky está situado en Francia en la época del Directorio con las bailarinas en traje imperio. José Carlos Martínez lo lleva a 1910 con trajes belle-epoque también con ese corte, largo y estrechos, con cola que se sujeta a la muñeca cuando toca bailar, pero que dejan poco margen al movimiento, diseñados por Iñaki Cobos. En ese primer acto es donde se plasmaría ese lado psicológico del cuento, que Martínez apunta con el detalle del rechazo de Clara a la muñeca recibida, pues ya no se siente niña. El ballet se ha quedado en más que naíf, porque todo en él es plano, sin verdadera emoción.
Los niños de la Escuela Ballet de Africa Guzmán elegidos para el primer acto, apenas bailan, son guiados casi siempre en grupo, correteando. Si algo tiene El cascanueces para los pequeños estudiantes de ballet que lo han interpretado es que es en él donde dan sus primeros pasos, realizan sencillas variaciones, pero bailan. En las danzas llamadas “de carácter” vimos una Danza española coreografiada por Antonio Pérez entre escuela bolera y ballet clásico a la que le faltó estructura, liderada por Natalia Muñoz y Aída Badía. La iluminación abusa de lo oscuro en muchos momentos, por lo que no vemos bien a los ratones, ni su elaborada caracterización; si no se ve bien la acción del escenario, algo hay que modificar.
Cristina Casa, como Clara, demuestra sus dotes técnicas, aunque debería trabajar la expresión para evitar el lugar común “infantil” que no necesita, pues es menuda y “muy niña” de aspecto. Siempre es una bailarina eficaz, llegada a la CND tras sus años en el Real Ballet de Flandes, donde interpretó la mayoría de los clásicos, neoclásicos y coreografías contemporáneas para bailarines con formación en ballet. Ahora, aquella compañía, como tantas en Europa, ha sido dejada en manos de la visión contemporánea expresiva de Sidi Larbi Cherkaoui, con lo que en Bélgica también han cortado de cuajo con la tradición del ballet. La escuela de danza asociada a la compañía de Flandes, con sede en Amberes, está intentando recomponerla para no perder un arte que es parte de la historia de Europa.
Junto a Cristina Casa, Alessandro Riga se confirma como la figura masculina de la Compañía Nacional, apuesto, elegante, con grandes saltos y buen giro, cuyas intervenciones saben a poco. En ese camino transita Angel García Molinero, un técnico de altura, con gran extensión de piernas, insuperable en sus grand jetés y preciso en sus innumerables piruetas. Su pareja, el Hada de Azúcar o Sugar Plum Fairy en la denominación anglosajona, ha sido Haruhi Otani, una bailarina en la que siempre se puede confiar, segura, con bello arabesque y resolutiva. Lo que sí notamos es que estos primeros bailarines necesitan un coaching de más excelencia. Se echa de menos a Pino Alosa, maestro y repetidor que ahora está contratado en el Ballet de la Scala de Milán, tras marcharse de la Compañía Nacional de Danza, donde era director artístico adjunto, veterano con los clásicos y neoclásicos. También a bailarines como Esteban Berlanga, que se ha ido al Ballet de Zúrich, o a Aitor Arrieta, que está triunfando en el English National Ballet.
Nos cuentan que el coste de la producción de este Cascanueces ha llegado a unos 700.000 euros y lo preocupante es que las decisiones de José Carlos Martínez para llevarla a cabo no hacen que esa cantidad se luzca en escena. Con los clásicos del ballet hay que tener el mismo cuidado que en literatura, música o pintura se tiene con su pasado. Son la base desde la que entender todo lo que viene después. Quizás se debería haber optado por una coreografía ya existente y confirmada. No estaría nada mal que en la CND tuviésemos las versiones de aquellos coreógrafos clásicos que han probado de sobra su buen hacer. Le enriquecerían. Porque no todo el mundo es coreógrafo.
Cristina Marinero