Más de dos décadas llevaba el espectador madrileño sin disfrutar de El caserío, la zarzuela de costumbres vascas por antonomasia, una de las cimas indiscutibles del género regionalista que experimentó una verdadera eclosión en las décadas de los 20 y 30. Esta producción del Teatro Arriaga en coproducción con el Campoamor de Oviedo que ahora han recuperado los madrileños Teatros del Canal en su Sala Roja, ha servido para conmemorar el 50 aniversario del fallecimiento que se cumple en el presente año de uno de los dos libretistas que firmaron la obra, el afamado Guillermo Fernández-Shaw.
Lo cierto es que este homenaje a su figura no ha podido ser todo lo satisfactorio que se hubiera podido esperar, ya que el joven y debutante director Pablo Viar ha optado en su propuesta escénica por una mayor agilidad y dinamización del libreto original de Federico Romero y Guillermo Fernández-Shaw, hasta el punto de ser recortado en su mayor parte en los dos últimos actos, donde en ocasiones los números musicales se suceden consecutivamente sin mediación de partes habladas entre ellos. El resultado general se reduce a hora y tres cuartos sin pausa alguna entre el segundo y el tercer actos, y con la impresión en el espectador de que los perfiles psicológicos de los personajes, especialmente los secundarios y netamente hablados, no han sido desarrollados todo lo que debieran desde el punto de vista eminentemente hablado.
Pese a todo, la atractiva puesta en escena presentada se erige sobre un muy correcto vestuario de época de estética ruralista debido a Jesús Ruiz y un decorado sumamente eficaz y funcional que en un primer momento muestra el muro exterior del caserío Sasibil, para ser sustituido al comienzo del acto segundo por un frontón doble con gradas, mientras suena el célebre intermedio y se lucen en pases de baile folclórico los integrantes de la sobresaliente Auskeran Dantza Konpainia, con coreografías de una gran plasticidad a cargo de Eduardo Muruamendiaraz, volviendo a seducir al espectador posteriormente en la sincopada espatadanzta y en la escena final del acto segundo. Aun así, en este mismo acto la sucesión de acontecimientos se enmarca dentro de una esfera exclusivamente pública (entre espectadores ávidos de diversión deportiva y danzas regionales) y por tanto la expresión de sentimientos de los tres personajes principales (Santi, Ana Mari y Joshe Miguel) pierde por esa misma razón de espacio abierto al público, el más puro intimismo emocional.
Sin duda, y al margen del libreto, lo que más atrapa al espectador en esta obra es la inspiradísima partitura de amplios vuelos operísticos de Jesús Guridi, la cual se reviste de un subyugador melodismo que se nutre de las raíces de la música popular vasca, cimentada en una construcción sinfónica que en ocasiones evoca hasta una estética orquestal de clara influencia cinematográfica, características que convierten a esta zarzuela en un título fundamental no sólo del folclorismo localista, sino de toda la época dorada del género grande.
La producción se ha valido de un reparto vocal que satisface ampliamente las expectativas debido a las grandes cualidades de todos sus intérpretes, si bien escénicamente se ha acusado una cierta tendencia generalizada al estatismo en los números de conjunto. Comenzando por la protagonista femenina, la soprano Sabina Puértolas dibuja con soltura un retrato sincero y convincente del personaje de Ana Mari, a la que confiere ese halo de inocencia y entrega por el caserío y por su tío Santi, aportando una recreación vocalmente solvente, sintiéndose cómoda y demostrando facilidad para acometer timbrados agudos a lo largo de toda la tesitura lírico-ligera, aunque relajando la dicción en algunos casos aislados. La cantante encuentra su momento cumbre en la romanza del tercer acto, donde regala un canto delicado, colocando el agudo final en una sostenida media voz.
En gran parte de ello se equipara con el tenor José Luis Sola, que pese a su un tanto ligera entidad vocal, consigue perfilar de forma redonda el personaje de Joshe Miguel gracias a la cualidad de su gratísimo timbre y una seductora línea de canto apoyada en una sólida técnica a la hora de regular el sonido. La sentida romanza “Yo no sé que veo en Ana Mari” le sirve para alcanzar su máxima expresión de lirismo en el admirable ejercicio de filados y medias voces que realiza y que verdaderamente estremecen; a nivel actoral hallamos en Sola el componente de arrogancia y vigor juveniles que exige este personaje que se opone a los convencionalismos sociales representados en su tío.
Por su parte, en el barítono Javier Franco encontramos severa actitud y remarcable empeño a la hora de afrontar su exigentísimo personaje, pero a pesar de que su romanza “Sasibil, mi caserío” fuera muy aplaudida por su nivel de entrega, ni en lo escénico ni en lo vocal podemos calificarlo de plenamente convincente, debido al estatismo que le define y a una escasa idoneidad de los mimbres exclusivamente líricos de su instrumento con la entidad vocal que posee el personaje del Tío Santi.
En el apartado de personajes cómicos resulta especialmente grata la más que adecuada aportación del tenor Jorge Rodríguez-Norton como Txomin, con una rotunda proyección y volumen vocal, siendo él mismo el centro absoluto de la atención cómica. Muy correctas las intervenciones, más o menos lucidas en relación al recorte de sus respectivas partes habladas, del resto del elenco: la soprano Julia Arellano como Inosensia, el Manu de Eduardo Carranza y el Don Leoncio de Pako Revueltas, destacando por encima de ellas la capacidad para el histrionismo que ha desplegado Loli Astoreka en una intachable actuación de actriz característica como Eustasia, permitiéndose alguna que otra referencia actual en su afanoso deambular por la escena. Igualmente, el montaje garantiza su adecuada progresión gracias al Coro de la Comunidad de Madrid, que con buen engarce vocal y satisfactoria coordinación brinda bellos y evocadores momentos, como el coro interno del comienzo, la procesión o el que inicia el acto tercero.
Algo verdaderamente estimable ha sido el compactado sonido y en consecuencia el elevado nivel profesional que Manuel Coves ha conseguido extraer de una juvenil agrupación orquestal en proceso de consolidación como es la Orquesta Sinfónica Verum, habiéndose constatado la pulcritud, el empaste y el brillo con los que justamente ha sido desgranada la partitura de El caserío; regulada equilibradamente, perfilada con soltura y atenta al detalle tímbrico, con momentos de máximo lucimiento en solitario como el irreprochable intermedio, la espatadantza y los múltiples pasajes de vuelo lírico que sobresalen por toda la genial partitura del maestro vasco.