El cazador furtivo en Estrasburgo: un espectáculo incoherente lleno de buenas intenciones.

El cazador furtivo en Estrasburgo. Foto: Klara Beck

Patrick Lange, Jossi Wieler y Sergio Morabito nos traen El cazador furtivo de Weber a Estrasburgo, sin ser capaces de ofrecer un espectáculo sólido 

De buenas intenciones está el infierno lleno, y también el arte. La versión de El cazador furtivo (Der Freischütz), de Carl Maria von Weber, que se representa estos días en Estrasburgo (Opéra National du Rhin) está llena de ellas. Patrick Lange en la dirección musical, y Jossi Wieler y Sergio Morabito, ambos a cargo de la puesta en escena, han intentado alejarse de las versiones clásicas que pintan a El cazador furtivo como epónimo de la cultura imperial alemana, la que condujo a los desmanes totalitarios que dieron pie a las dos guerras más importantes del siglo XX. Toman para ello la imagen del dron, símbolo de la guerra pretendidamente aséptica en la que sólo muere el que debe morir en aras del derecho de todos los pueblos a entrar en el juego capitalista. Sin embargo, sus buenas intenciones de denuncia de los nuevos imperialismos velados sólo conducen a un espectáculo irregular que hace aguas por todos lados.

Esta ópera de Weber, estrenada en 1821 y compuesta sobre un libreto de Friedrich Kind, es quizás la primera ópera romántica alemana relevante. Narra la historia de un cazador, Max, que debe superar una prueba de tiro para convertirse en el nuevo jefe de los guardabosques del príncipe de Bohemia y desposar a Agathe, la hija del que actualmente detenta el puesto, el ya viejo Cuno. Max es uno de los mejores tiradores de la región, pero los nervios le hacen perder sus habilidades de cara al concurso. Para asegurar su victoria, recurre a unas balas mágicas forjadas por mediación de Caspar, que busca su ruina. Invocan para ello a Samiel, el Cazador Negro, personificación del diablo.

Si bien Lange, tan expresivo en sus aspavientos con la batuta, asegura la calidad musical, la puesta en escena es un pastiche pop lleno de referencias incoherentes que ni siquiera consigue la provocación. El inicio es simpático, con los cazadores caracterizados como jugadores de paintball y con varios miembros del coro disfrazados de animales a la manera de los brujos africanos en los rituales de caza. Los decorados móviles simulan puestos de caza y dianas de tiro, que los personajes hacen girar en función de la escena. Luego empiezan a sucederse las referencias, cada vez más incomprensibles. Si bien está claro que El cardenal-infante Fernando de Austria represente el retrato del cazador, e incluso que la escena del campo de caza esté presidida por lo que, tras mucho esfuerzo, se identifica como un arca de Noé pop anclada en el monte Ararat, Wieler y Morabito harían bien en explicar por qué aparecen en escena otros elementos, como el caballo colgado a lo La balada de Trotsky de Maurizio Cattelan o el gran dibujo de Venom, el malo de Spider-Man. ¿No era suficiente con llenar la escena con animales de peluche, símbolo ya rancio de lo kitsch? Kitsch también intentan ser los feos vestidos de las cantantes femeninas, como de princesa de tienda de disfraces y estética a lo Star Trek, rematados en la espalda con números que querían bien en una equipación de mercadillo de los Globetrotter.

El cazador furtivo en Estrasburgo. Foto: Klara Beck
El cazador furtivo en Estrasburgo. Foto: Klara Beck

Todas estas referencias no parecen ligadas en absoluto al tema central de la puesta en escena: la personificación de Samiel como un dron de combate. La idea no está mal, y a veces se ejecuta de forma correcta, como cuando la sombra del dron sobrevuela la escena. Es interesante la identificación del diablo con el robot asesino, que además representa la potencia que controla su hegemonía en remoto gracias a la tecnología que esa propia hegemonía le permite pagar. Pero el que las breves intervenciones de Samiel se sustituyan por una voz robótica a lo Loquendo me parece imperdonable. Puede funcionar en la parte de la cuenta atrás, donde no afectan a la música, pero en su aparición en la Garganta del Lobo, una de las escenas cumbres de la ópera, rompe sin necesidad el furor romántico de Weber. Aún más imperdonable es la forma de interpretación de las partes habladas. Todos los personajes hablan en un tono neutro y robótico, casi sin entonaciones. El espectador no puede más que desviar su atención ante esos pasajes hablados, muy numerosos en esta obra, ejecutados de forma monótona y cansina. ¿Qué intentan decirnos con eso? ¿Que los cazadores-soldados son también robots? ¿No era el dron el que era un robot y los personajes los que se enamoraban y sufrían por sus pasiones? Especialmente chocante es cuando Agathe, que no es cazadora ni asesina, cuenta a su pariente Aennchen su amor por Max, más seria que un ajo.

Por suerte, el despropósito de la puesta en escena se salva en parte gracias a las voces. En la función a la que asistí no pudo cantar Lenneke Ruiten (Agathe), por estar enferma. Es curioso que la primera aparición de Agathe en la ópera sea en la cama y en pijama en esta puesta en escena. Ruiten hizo pues parte de la interpretación, pero del canto se encargó  una magnífica Katja Bördner que llegó de urgencia a Estrasburgo esa misma tarde. El control de Bördner de la media voz es excelente, en especial en el aria “Wie nahte mir der Schlummer”, así como su desenvoltura recorriendo la gama. Su compañera en escena, Aennchen, es interpretada por Josefin Feiler, de voz brillante, sobre todo en los registros agudos. En cambio, le falta empaque para los más graves, que de todas formas no son demasiado comunes en su personaje. Jussi Myllys (Max) canta seguro y les da cuerpo a las notas, aunque a veces abusa un poco del vibrato. David Steffens (Caspar) se desenvuelve bien, aunque acentuando exageradamente cada nota, lo que resta fluidez a las frases. Por su lado, el estilo de Franck van Hove (Cuno), con esas vocales tan abiertas que no resuenan y carecen de redondez, no parece hecho para su personaje. Finalmente, llama la atención Roman Polisadov (el eremita), que canta con autoridad durante su breve intervención para resolver el final trágico de la obra, un homo ex machina sin aparataje de por medio.

El cazador furtivo no es de las grandes obras del XIX que mejor ha envejecido, en parte debido a su adopción como símbolo patriótico alemán. Una producción lejos de estereotipos, con una puesta en escena original y un foco especial en el fervor romántico de la música de Weber, podría volver a introducir la obra en los circuitos franceses, donde es poco representada. Lange, Wieler y Morabito lo han intentado sin dar la talla, en una producción con algunos elementos buenos que quedan ahogados por la incoherencia del resto. El intento de provocación se queda en ridículo, y la denuncia termina disuelta en los estereotipos kitsch. Todas buenas intenciones, de las que está el arte lleno.

Julio Navarro