El nombre de Matilde Salvador sigue teniendo un gran tirón en el afecto de sus paisanos, buena prueba de ello es la excelente entrada que registró el Teatro Principal en su concierto de homenaje (y también de conmemoración del nacimiento de la ciudad de Castellón) a cargo del Coro de la Generalitat Valenciana y del Palau de Les Arts, bajo la rectoría de su titular el maestro Francisco Perales. Un público no excesivamente avezado a las audiciones de música clásica, como lo demostraron algunos aplausos fuera de lugar, pero que escuchó con atenta consideración el repertorio que mezcló piezas del renaciente siglo de oro de la polifonía española, con las de la autora castellonense cuyo centenario celebramos en este año.
Perales hizo formar un coro con menos de la mitad de sus efectivos, precisamente para interpretar un repertorio camerístico que manifestó la ductilidad de las voces, su cuadratura, afinación, musicalidad y, sobre todo, la conjunción que permitía patentizar, junto a una atmósfera sonora, la esmerada dicción de las distintas cuerdas vocales, singularmente en los contrapuntos y las diferenciaciones armónicas tan múltiples en el programa a interpretar. Perales es preciso en el gesto, pulcro e inspirado en el relato y conoce las voces en profundidad y por ello extrae de ellas todos los matices de las partituras, hecho muy palmario en un programa a capella.
En la primera parte programó una selección del «Cançoner de Gandía», que compila composiciones escritas para la corte valenciana del duque de Calabria, en las que se pudo degustar desde las herencias del canto gregoriano en las piezas de Ginés Pérez a la dicción de la polifonía renaciente de Noel Valdovin con un meticuloso fraseo contrapuntístico de las sopranos apoyado en el intenso báculo de los tenores, sin perder elevación mística. Muy interesante fue la triada de obras Bartolomé Cáceres, de acusada diversidad con referentes rítmicos de villancicos populares (paralelos al «Cancionero de Upsala») y el pietismo aéreo del «Iudici signum» («El cant de la sibila valenciana») sobre una nota pedal mantenida fruto de la inspiración del director y no referida en la partitura. Por el contrario (y el contraste fue tan interesante como revelador) «El cant de la Sibila» de Alonso de Ávila presentaba un panorama de mayor galanura con un contrapunto de creciente intensidad.
Este comentarista le tiene un especial afecto a la «Cantata del dotze estels» de Matilde Salvador (que suprimía el término cantata por no serlo en verdad) con letra de MiquelPeris, tantas veces escuchada en agrupaciones vocales castellonenses. La versión del coro valenciano fue un prodigio de sutilezas, en unas partituras con arduas exigencias de afinación, cuadratura, colorido tímbrico, diversidad armónica en sus postulados modales, en las que aparecen referencias a la polifonía clásica como en «Invocacions», citas del folcklore popular autóctono de fecunda mediterraneidad («Do de l’amor», «Albada», «Verge aimia», «Cançoneta de la lluna») , matices plácidos, en la pureza desnuda de su melodía («Galania») lirismo cristalino en las voces de las sopranos en un creciente apasionamiento,(«Endreça») o contrastes de intensidad en el aire y la acentuación que marcan la propiedad y la facundia de un coro («Precs»).
Dos fueron las propinas que la coral ofreció para agradecer las fervientes ovaciones que el respetable concedió a la agrupación y a su director y ambas pertenecientes al ciclo de canciones de «El betlem de la Pigà»: «Nadala del Desert» y «Aleluia», en unas versiones personales muy atentas a las partituras que supusieron la mejor referencia de cuantas quien escribe ha escuchado nunca.
Antonio Gascó