El embauco impensable de Aida en el Liceu

Foto: R. Bofill

Demos por aceptado que el único ilusionismo posible es el que arraiga en nuestra ingenuidad como espectadores para sostener la realidad de lo que sabemos que es, de facto, imposible.

Las escenografías de esta Aida pintadas en 1945 por Josep Mestres Cabanes despliegan ante nuestros ojos del 2020 desmesurados paisajes cuya verosimilitud nos hace rendir cualquier raciocinio como si estuviéramos ante el parangón de las últimas técnicas escénicas desplegadas en la Turandot de Franc Aleu con la que el Liceu abrió esta temporada.

Escena de Turandot, y habitaciones de Amneris en Aida, que ocupan en realidad los escasos metros del proscenio. Fotos: R. Bofill

Qué duda cabe de que hay un talante distintivo en cada una de estas embaucadoras holografías, la multimedia de Turandot y la pintada de Aida, que se deriva de su técnica de ejecución. Pero sus fundamentos, si se piensa, no están alejados en absoluto: cada escenografía opera a fin de cuentas mediante la superposición de planos que codifican cierto nivel de percepción, ya sea en Turandot al proyectar de forma interactiva un plano de videoarte sobre el plano de los objetos «de cuerpo presente» o bien, en Aida, al colocarlos como lienzos pintados y dispuestos en paralelo según la profundidad perspectiva que les corresponde y sometidos posteriormente a la cuidada iluminación de Albert Faura.

Ambas holografías son sencillamente versiones del clásico y refinado trampantojo. Y es que «aplastar» las líneas de fuga de un paisaje sobre una tabla, un bajo relieve o una cúpula es desde el Barroco hasta estos lienzos del catedrático de Perspectiva de la Escola de Belles Arts, un eficaz recurso para que se despliegue en la mente del espectador lo que no cabría de ninguna manera en el escenario.

Observemos, por ejemplo, que momentos tan memorables de Turandot como el globo ocular de la imagen es un trampantojo más, esta vez proyectado sobre un enorme visillo antepuesto donde, a modo de ciclorama, se ubica el reflejo a la vez que se transluce el interior «físico» con los cantantes y se acopla con el telón trasero del iris. En Aida el lienzo antepuesto en primer plano es una boca escénica que enfatiza, no solo la profundidad, sino el gigantismo de la arquitectura respecto a los cantantes cuando se aproximan al foso, es decir, la escala de los personajes evoluciona disminuyéndose hacia el proscenio, inmersos en una arquitectura egipcia que se vuelve más y más colosal.

Primer y último acto. Fotos de archivo: societatliceu

Jordi Castells ha sido el encargado de restaurar los decorados originales que se salvaron del incendio del Liceu para esta reposición dirigida por Thomas Gurthie. El director ha querido añadir dos acentos para señalar el artificio mediante dos escenas desprovistas de la escenografía pintada, personajes contra el fondo azul eléctrico, en una suerte de obertura y coda final sin trampa ni cartón. Sin embargo, el desvelo de la ilusión provocado es de lejos menos inspirador que el que ocurre con el cambio natural de las telas, veloz, y silencioso, cuando se iza el trampantojo de las inmensas habitaciones de Amneris para revelarnos que todo había ocurrido en los escasos metros del proscenio. La llamada de atención de estos añadidos solo puede entenderse, quizá, como una innecesaria llamada de socorro de nuestra cultura escénica.

Gurthie ha actualizado con acierto otros aspectos como las sugerentes coreografías de Angelo Smimmo, en particular la abrupta danza macabra de la mujer sacrificada ante el dios Vulcano y el arrebatado ballet marcial de capoeira. En la dramaturgia, el director ha poblado los escenarios de transeúntes que aportan una agradable cotidianeidad a los importantísimos hechos del libreto. Y en lo políticamente correcto, sin embargo, ha arrebatado a la protagonista de Verdi el negro de su piel etíope, en un buen reflejo de la literalidad de nuestros tiempos, incapaces de valorar las cosas en su contexto cultural y ético.

Aida, Amneris y Radamés. Fotos: R. Bofill

En lo tocante a la música, se podría decir que la soprano estadounidense Angela Meade, además de interpretar a quien da nombre a la ópera, dio también nombre al recuerdo más memorable, colorido y sentido de la noche. Amneris, la contraparte de Aida en el triángulo amoroso, resultó en comparación atractiva pero desarmada en el canto de Clementine Margaine.

El impoluto peso vocal del tenor surcoreano Yonghoon Lee tañó un Radamés incombustible hasta en el último asiento del Gran Teatre. En su ímpetu se batió el general egipcio a lo largo de la función, pero se perdió también todo matiz de un personaje que aliviaba por igual el caudal de su voz como hombre de estado que, en compañía de Aida, como hombre íntimo, desesperado y confeso. La magnífica impronta que dejaron el Amonasro de Franco Vassallo y el Ramfis de Kwangchul Youn, junto a la discreción del rey de Mariano Buccino, completaron este primer reparto. Desde el foso, el maestro Gustavo Gimeno moldeó la partitura con el gusto de un equilibrado sentido musical, narrativo y «verdiano», muy afín a los cantantes y al coro, que ha necesitado reforzarse para formar los imponentes muros vocales propios de esta ópera.

Al solvente elenco de esta Aida en el Liceu se suma, qué duda cabe, una cita memorable con pasmo visual y también con el espasmo racional de presenciar entornos imposibles, no sé si incluso impensables en los tiempos que corren.

Félix de la Fuente