El Festival Internacional de Edinburgo programa La Cenerentola de Gioachino Rossini, en una producción de la Opera de Lyon dirigida por Stefano Montanari y Stefan Herheim que le da la vuelta al cuento tradicional.
Durante los últimos días del Festival Internacional, Edimburgo se ve ocupado por una marea de turistas y visitantes que parece emanar de la Royal Mile y dispersarse de a poco por las calles del casco medieval y la ciudad nueva. En cada esquina hay carteles anunciando los espectáculos del Festival y del Fringe que, en número inabarcable, tienen lugar en los lugares más inusitados. Autobuses de piso doble destacan entre el tráfico y, en ellos, un cartel invitando a asistir a las representaciones de La Cenerentola. La ópera de Rossini llega a Edimburgo a cargo de la Opéra de Lyon, y está envuelta en cierta expectación por ser el último título lírico del Festival, así como el espectáculo más caro del mismo (entradas de hasta 100 libras).
Contamos aquí para Opera World cómo se desarrolló la representación del pasado domingo.
La Cenerentola es un cuento que, observado bajo los paradigmas contemporáneos (siempre provisionales), resulta paternalista cuanto menos y hasta machista para muchos. Los esquemas sociales y las estructuras de poder tradicionales fueron siempre un blanco fácil para Rossini, que con su música mordaz e incontestable como arma, no tuvo nunca reparos en hollar caminos de modernidad con sus obras.
La mujer servicial en busca de marido, el hombre como protector y benefactor, el varón sujeto, la mujer objeto, son esquemas antiguos que se mantienen con matices y derivadas, y que buscan hoy en títulos como La Cenerentola soluciones innovadoras y audaces. Algo así es lo que pudimos ver en Edimburgo: Angelina, la Cenerentola, es un personaje de fantasía vivido por una empleada de la limpieza de hoy, que vuelca su manera de ver el mundo en la historia, encarnándola en primera persona con la actitud libérrima de quien se acerca al cuento como lector.
De esta manera, el personaje se enriquece con una dimensión nueva que permite la identificación con el espectador, así como salir al paso de cuanto de oxidado hay en la historia.
Además, la producción juega con el personaje de Rossini, al que convierte en un icono teatral, casi una unidad dramatúrgica en sí mismo. El padrastro de la Cenerentola es un trasunto del propio compositor. Ocurre lo propio con todos y cada uno de los figurantes y coristas quienes, ataviados como el Cisne de Pésaro, homenajean y caricaturizan a un tiempo al compositor, y dan lugar a momentos de impagable hilaridad.
El elenco vocal salio al paso sin desvelos de los compromisos de la partitura. Es de justicia destacar aquí es esfuerzo dramático del bajo bufo Renato Girolami en el papel de Don Magnifico. Supo echarse a la espalda a sus compañeros y bordó los tics de Rossini, todo ello con una emisión sana y fresca pese a su veteranía. También cosechó un éxito apreciable la mezzo canadiense Michéle Lozier como Angelina, una cantante de voz cremosa y ancha, atractivas oscuridades y ascenso limpio a los agudos. Dejó un trino para el recuerdo en su cabaleta final que sirvió para convencer a los más exquisitos. Su interpretación actoral fue más modesta aunque efectiva.
El tenor lirico ligero Taylor Stayton fue el príncipe don Ramiro. El australiano, muy seguro sobre las tablas, presentó un instrumento grande de timbre algo hueco que supo negociar sobre una línea cuidada y elegante. Lástima que su voz perdiera cuerpo en la zona aguda, y se viera obligado a acudir a apoyos dudosos para sobreponerse a las trampas de la partitura. Por su parte, las dotadas Clara Meloni (Clorinda) y Katherine Aitken (Tisbe) estuvieron mal dirigidas por el director de escena Stefan Herheim, quien presentó a las hermanastras sobrepasadas de histrionismo.
Nikolay Borchev regaló un Dandini muy musical servido con instrumento de quilates, manejado con inteligencia al servicio de la ópera. También fue muy celebrado el Alidoro de Simone Alberghini, uno de los solistas más completos de la noche, quien abordó su parte de manera sobresaliente y supo cubrir de sugerente ambigüedad un personaje muy interesante que Rossini acaso soslayó.
Tanto Daniel Unger (diseño escénico) como Esther Bialas (figurines) acertaron pese a lo arriesgado de sus propuestas, grios y proyecciones contemporáneos el primero y borbotones de color y volúmenes extremados por parte de la segunda.
La Orquesta de la Opéra de Lyon estuvo dirigida por el célebre batuta italiano Stefano Montanari, quien disfrutó de lo lindo en esta producción que le hacía intervenir e incluso salir a escena. El sonido que obtuvo de la orquesta fue certero aunque poco ambicioso, con fuertes contrastes de intensidad entre los concertantes y el resto de números. Acariciador con el papel de Angelina y algo inmisericorde con Don Ramiro, se aprecia estrategia en su manera de dirigir, quizá aún en busca de un sello personal.
La Cenerentola de Edimburgo, de novedosa y brillante presentación, permitió disfrutar del Rossini más actual y homenajearlo en una velada que se hizo corta y agradó tanto a los nuevos espectadores como a los más escuchados.
Carlos Javier Lopez