El Ocaso de los Dioses. Christine Goerke se corona como gran triunfadora de El Anillo del Met

El Ocaso de los Dioses en el Metropolitan Opera House. Foto: Ken Howard / Met Opera

La Metropolitan Opera de Nueva York estrena El Ocaso de los Dioses de Wagner, ópera que cierra el ciclo de El Anillo del Nibelungo. El acontecimiento se ha erigido en el centro de la creación operística en la ciudad y parece superar en relevancia otras novedades como el Germont de Plácido Domingo o el próximo estreno de Diálogos de Carmelitas con Isabel Leonard como prima donna.

En El Ocaso de los Dioses, la espectacular escenografía de Robert Lepage sigue rindiendo con mayores brillos que los que albergó en su estreno, años atrás. Sin duda, la producción del enorme escenario móvil ha envejecido bien y los avances técnicos permiten su rendimiento óptimo. Dejando a un lado el inofensivo aspecto de Grane, corcel de Brünnhilde, y el ridículo colapso del Valhalla al final de la ópera, la escena permite el disfrute pleno de la ópera. Sin embargo, queda la sensación de que aún no está dicha la última palabra acerca de esta producción, y de que una interacción más natural entre los solistas y la máquina escénica redondearía aún más el espectáculo.

El Ocaso de los Dioses es la última entrega de la tetralogía de El Anillo del Nibelungo de Richard Wagner y, por tanto, la culminación de la mayor creación programática de la historia del género. Por sí sola ya es uno de los mejores títulos de Wagner, pero su presentación como cierre del serial le da una relevancia insoslayable. Es por ello que la mañana del estreno del pasado sábado, el ambiente en el Lincoln Center era el de las grandes ocasiones.

El director de orquesta suizo Philippe Jordan dejó a un lado el recato de El Oro del Rin y dirigió a la orquesta del Met con implacable aplomo, proyección escénica y gran precisión. La orquesta fluyó con mucha más naturalidad que en las primeras representaciones del Anillo, lo que dio lugar a momentos de enorme calidad sonora, como el impecable funeral de Sigfrido o el pujante coro de los Gibichungos del segundo acto. El foso tiene el color adecuado en las manos de Jordan, que salió raudo al quite de los despistes propios de una ópera tan larga. Este Anillo debe su éxito en gran medida al esfuerzo de la orquesta y la generosidad de un director que ha demostrado ser paciente y concienzudo.

El Ocaso de los Dioses en el Metropolitan Opera House. Foto: Ken Howard / Met Opera
El Ocaso de los Dioses en el Metropolitan Opera House. Foto: Ken Howard / Met Opera

Así la cosas, si este Anillo ha tenido una protagonista indiscutible, ha sido la soprano dramática Christine Goerke. La neoyorkina se ha revelado como una gran Brünnhilde. Para El Ocaso de los Dioses, y en consonancia con sus propuestas anteriores, Goerke propone una Brünnhilde capaz de combinar su inalienable divinidad con el amor más pasional. Su evolución, desde el desgarro sensual del dúo con Sigfrido en el prólogo hasta su inmolación final en la pira funeraria del héroe, es una línea continua trabajada a partir de un discurso sólido e inteligible. La línea vocal no pierde tersura y la emisión no se resiente en ningún momento. En las delicadas páginas del segundo acto, en las que Brünnhilde se convierte en un trasunto femenino del Wotan justiciero, pero en las que también sufre el envite de la traición más cruda, la interpretación de Goerke nos habla de una artista madura, con un instrumento inquebrantable. Aunque sin el brillo metálico de otras sopranos de referencia, la voz de Christine Gorke tiene la ductilidad y el carácter que requiere el papel. Puede estar satisfecha la Goerke en su regreso a su casa, pues este ha sido su Anillo.

El Ocaso de los Dioses en el Metropolitan Opera House. Foto: Ken Howard / Met Opera

La soprano italiana Edith Haller debutó con la compañía en el papel de Gutrune. Con la voz en sazón, la artista supo mantener el tipo como rival de Brünnhilde. Por su parte, la mezzo alemana Michaela Schuster fue una Waltraute profunda y musical, muy comunicativa.

El complicado papel de Sigfrido corrió esta vez a cargo del heldentenor austriaco Andreas Schager. De timbre discreto, la voz de Schager campanea como se le pide a Sigfrido, y es capaz de apianar con gusto y delicadeza expresiva cuando es menester. En lo actoral, Schager sucumbió ante la elocuente presencia de Christine Goerke, mucho más inspirada que su compañero en ese aspecto. Aun así, hubo un gran entendimiento entre ambos cantantes. Quede como muestra el espléndido dúo de despedida en el prólogo, una de las páginas más admirables de la tarde del estreno.

El cantante de Pennsylvania Eric Owens, uno de los bajos de cabecera en el Met, fue un Hagen articulado y misterioso. El cantante tiene mucho gusto, buena dicción y colorea con notas líricas un personaje que otros harían más árido. Sin embargo, podríamos achacarle una modestia que le hace dejar un Hagen algo tangencial.

No tiene sentido abundar en las glorias del instrumento del polaco Tomasz Konieczny. Basta disfrutar del inmejorable estado vocal del artista, que volvió a elevar el nivel general del espectáculo. Junto a él, en Gunther de Evgeny Nikitin resultó más parco en lo vocal, pero convincente y a la altura de la partitura.

Este Anillo neoyorkino parece renunciar a la búsqueda de una sonoridad grandilocuente, huir del simbolismo pedante de otras versiones y centrarse en más en lo épico que en lo retórico. Quizá algunos echen en falta una mayor audacia semántica, una propuesta más propositiva que reproductiva; pero hace bien la compañía en cargar las tintas sobre un foso organizado entorno a un director solvente, voces de primera que saben trabajar en equipo y una escenografía que ha ganado con su reposición.

Con todo lo anterior, y teniendo en cuenta los tiempos que corren, estamos ante un espléndido Anillo del Nibelungo.

CARLOS JAVIER LOPEZ