Con cincuenta años de comentarista musical, he oído a grandísimos pianistas (también de calidad más ordinaria, e incluso malos) tanto en disco como en vivo. Incluso llegué a confeccionar, no hace mucho, una lista mis 25 predilectos que comenzaba con Richter, Horowitz y Gilels (curiosamente los tres rusos) y acababa con Brendel, Pires y Larrocha (singularmente por su «Iberia») y desde luego en ella no estaba Gabriela Montero. Viene esto como referencia del concierto del otro día en Castellón que siguió a otro de la semana anterior en Valencia con Heras Casado.
La venezolana no está en la lista de los «gloriosos» pero no es una despreciable intérprete, ni mucho menos. Tiene técnica, un sonido inmaculado, bello, rico en armónicos y sensorial y pulcritud interpretativa, pero lo que es más interesante a mi entender, tiene estilo, singularidad propia y una manera de tocar que es cordial y sincera que implica compadreo con la sala, algo que la hace, sin duda singular. No negaré que me pareció interesante su apuesta al final de su audición de ofrecer a modo de propinas improvisaciones sobre temas que le solicita el respetable. Ello demuestra talento, ingenio y creatividad (de postulado jazzístico) aunque que quien la ha escuchado ya en algunas ocasiones le haya pillado el truco a su prestidigitación: utiliza recursos reiterados, en versiones que no siguen el axioma de la variación, singularmente ritmos sincopados de aire hispanoamericano, que animan mucho a la concurrencia. Así se vio en los tres bises que ofreció en su concierto del Auditorio de Castellón, «Caballo viejo» de Simón Díaz, «Muñequita linda» de Maria Grever y «Libertango» de Astor Piazzolla.
Un programa interesante fue el preparado que se abrió con la sonata 10 en DoM de Mozart con un Allegro moderato muy jovial de planteamiento, un Andante cantábile reteniendo el tiempo, con pulsación esmerada, elegante fraseo y cierto toque de melancolía para nada convencional, que lo convertía en un tiempo de concepto introvertido. Y un Allegretto final binario de propósito danzable, con ritmo mantenido y ornamentado con cuidadosos arpegios.
La Chacona de la Partita 2 para violín de Bach que tradujo para piano Busoni, hoy se hay convertido en referencia para muchos pianistas contemporáneos, Grimaud, Kisin, Lisitsa, Bax…entre otros qwue la llevan en sus prtogramas. Montero la inició lenta, ceremonial sin olvidar el aire de profundo misticismo que la caracteriza, animando la segunda parte, con un cierto impulso romántico, que obviamente le otorgó Busoni a su transcripción. Estableció un postulado casi organístico entre las arpegiaturas con virtuosismo de extremada digitación, que crecía a medida que avanzaba el movimiento de perseverante pedal melódico. Por debajo de los adornos, de arpegiado contratiempo, aparecía clara la exposición de las melodías internas que significan el adjetivo de la obra, generando una lectura intensa, muy singular, que se enervó al final con una utilización sabia del pedal de resonancia. No fue extraño que el público la ovacionara, añadiendo algunos bravos que me parecieron justificados.
La segunda parte estuvo dedicada a la sonata «Waldstein» de Beethoven (ya escribí hace unas semanas con motivo del concierto de Buniatishvili que es una de mis predilectas) que es una de las más significativas de su periodo intermedio. La inicio con un veloz aire de estirpe mozartiana, pero con aliento y sonoridad propios de Beethoven, estableciendo un ritmo ansioso, en medio del que hizo acto de presencia una sección central ensoñada. El Adagio tuvo un principio interiorizado buscando la reverberación de un aliento quimérico en el aire. Montero tocó con exquisita poesía sin perder el aliento y el carácter. El arpegiado adagio tuvo como especial mérito el perlado de los sonidos, para enlazar sin solución de continuidad con el Rondó en el que primó la diversidad siempre con un discurso intenso, lleno de propiedad interpretativa unida a un virtuosismo tan fácil como elocuente y racionalizado, de creativa emotividad.
Antonio Gascó