Quien esto escribe tuvo la fortuna de asistir a las dos sesiones en las que la orquesta de Valencia bajo la rectoría de su titular el maestro Ramón Tebar ofreció, en el Palau de la Música, las postreras obras de Gustav Mahler «La canción de la tierra» y el Adagio de la décima sinfonía. Si bien, sobre todo en la sinfonía, las dos sesiones ofrecieron un apreciable nivel, en la segunda, la del sábado día nueve de febrero, fue donde se alcanzó la excelencia en ambas partituras.
El adagio de la décima es una obra trascendente, tiene mucho de elegiaco y también de aceptación de la realidad de las postrimerías del ser humano y todo ello con una instrumentación muy sensorial, novedosa y audaces armonías con incursiones disonantes al dodecafonismo. La entrada de la enigmática melodía de notas alteradas encomendada a las violas que resurgirá como una especie de ominoso presagio, dio paso a un panorama en el que las trompas subyugaron el aire de la sala. Tebar incentivó el poético motivo de los violines de policromos timbres, solemnizado por los trombones y por una sorpresiva inversión armónica, relatando un espasmo existencial. La orquesta patentizó con inmejorable expresividad la subsiguiente serie de pasajes vivenciales de toda índole, hasta incluso danzables con satíricas ironías de las maderas expresadas con humor ladino. Pulsos binarios y ternarios a un tiempo de estremecimientos inclementes. El tutti expansivo de las trompas tuvo humano aliento evocador. La vida palpitaba fertilidad en el contrito recuerdo postrero que especifica todo el movimiento, pasmado por la capacidad sonora del conjunto para integrar los pasajes inarmónicos, con armaduras incompatibles La, Sol, Re. Era la géneris de la desazón del ser patente en los metales, en intenso alegato de nerviosa angustia, descrito por los nueve grados de la escala cromática en un guiño al dodecafonismo, perdurado en un tenutto de trompeta que extingue la excitación, dando paso a una ambientalidad (magnífico axioma aéreo de los arcos), que aporta un clima de un abandono extenuante que el clarinete convirtió en una sugestiva aceptación sonora.
La orquesta y la batuta apostaron más por la forma que por el fondo el primer día en «Das lied von der erde». Kunde estuvo a punto de suspender por indisposición, pero ¡ay en el segundo! Todos sabían que podían dar mucho más de sí y a fe que lo lograron ofreciendo una versión referencial.
Tras la vibrante anacrusa acéfala del inicio y las fusas de las maderas, los heroicos tresillos de las trompas y trompetas, Kunde superó con facilidad los escollos de su inhumana partitura abordando con solvencia el primer Sib del 6 de ensayo y siguiendo con emisión belcantista de poética intención sin hacer jamás uso del falsete, seguido siempre por una orquesta contrastada y pasional, que le llevó a enervarse en el cambio de tono de SolbM, tan intencional. Las evocaciones de maderas y trompetas de los motivos de taberna con soluciones armónicas orientales, llevaban a una embriaguez casi metafísica, de apasionada invocación de la tierra («tande dieser erde») en su firme ascensión al Lab al que sigue una tesitura de parejo nivel en las siguientes frases, expresada con poderosa musicalidad compitiendo con las trompetas marcadas con FFF, concluyendo en el inhumano «Lebens» con tres compases de Sib.
El oboe puso en situación a la mezzo Szabdra Mcmaster, para que su voz embelesada a lo Ludwig, suspirase en el segundo lied, sobre alas de remembranzas prisioneras de la sonoridad orquestal.
En el primero de los tres intermezzi Tebar ofreció un pulso de jovialidad sobre las armonizaciones orientales, de pulsos híbridos, supo captar la ironía de la media luna del puente invertido del texto de Li Tai Po, conceptualizando en la orquesta una sonrisa de estupefacción, que el tenor expuso con cierto sarcasmo haciendo uso de un terso centro agudo.
Un lirismo enamorado patentizó el cuarto lied de la mezzo, combinando un panorama idílico de embeleso de flautas, violines y arpas, que se transforma en una intensa galopada sobre el llano de un paisaje de esplendor e indudables guiños a Puccini y al fin el idilio en la frase tal vez más inspirada melódicamente de la «lied symphony» («Im der dunkel ihres…»)
En su postrera intervención, también de cierto talante irónico el tenor vuelve a enfrentarse a homéricas tesituras y lo que es peor a enseñorear el fraseo con un manejo próvido de los reguladores. Ambas exigencias las resolvió con embeleso respondido un violín embelesado y una orquesta con sonoridades exóticas en los obsesivos cuatrillos en corcheas y semicorcheas al final del fragmento que hizo suyos los intervalos de la escala sínica.
Un sentimiento de conciencia de vivido atardecer concebido en sonoridad preludió la doliente entrada de la mezzo acompañada por una sugestiva flauta. Hay mucho de despedida ecuménica en este último lied que Tebar entendió muy bien encomiando la belleza del anhelo imposible. En el segundo tema se respiró utopía en la voz rica en sutilezas de la cantante irlandesa que en un ambiente de ocaso (que evoca la sexta y segunda sinfonías) ensueña alboradas, en el segundo de los más bellos momentos de la obra. Pero el itinerario, como en el inicio es inexorable, aciago y ominoso. Pocas veces se ha descrito mejor musicalmente la realidad de las postrimerías que como lo manifestó la batuta, estampando el caminar hasta llegar al punto en que el suelo se convierte en inmensidad sin superficie. Y la voz supo irse sin decir adiós, convertida en aéreo reflejo.
Antonio Gascó