El refulgente violín de Hilary Hahn

Hilary Hahn
Hilary Hahn

Hilary Hahn, una vez más volvió a deslumbrar a la audiencia del valenciano Palau de la Música, con el sonido cristalino de su violín, su inspirada vehemencia expresiva, su técnica inmaculada (las dobles cuerdas, tienen una afinación poquísimas veces superada) y su cada vez más  significado discernimiento personal interpretativo, en una versión insuperable del concierto para violín de Sibelius. Si ya era muy buena cuando este comentarista tuvo la satisfacción de conocerla, hace 18 años, cuando ella tenía 20, ahora es, sin duda, excepcionalmente excepcional (no es redundancia es reiteración significativa). El único concierto instrumental que escribió el compositor de «Tapiola», es una obra que la intérprete norteamericana tiene muy bien asumida y de la que ha dejado una versión referencial para DG, teniendo al podio a un excelente Pekka Salonen, que une a sus muchas cualidades de director y a su creatividad, el pálpito del paisanaje finés. Algo similar sucedió con su compatriota el maestro Mikko Franck que, al frente de la Filarmónica de la Radio Francesa, ofreció un esmerado acompañamiento. Sobre el inicial pianísimo de unos arcos sensoriales entró el violín de la americana planteando el tema con un sonido translúcido, diáfano, sugerente, amplio, y límpido en la región de los armónicos, que aún se volvería más exquisito y emocional en la reexposición y singularmente en las individualizadas dos cadencias.

Sobre un apoyo sensorial de trompas y cellos y una batuta delicada donde las hubiere Hahn fraseó locuciones intencionales con un arrobamiento casi de sensorial liturgia, en el segundo tiempo. El danzable tema folclórico que abre el final (la polonesa para osos polares que definió Tobey) y el valseado respondido por Hahn con escalas a gran velocidad en un derroche de virtuosismo que tuvo más de efusión expansiva que de exhibición de facultades, supusieron un delirio de la audiencia con fervorosas ovaciones a las que Hilary Hahn respondió con una «Partita y Sarabanda» de Bach, tan intencional como personal y actualizada a una articulación que sonaba contemporánea. Muy bien.

En la segunda parte el maestro Franck ofreció una lectura esmerada de la Sinfonía Fantástica de Berlioz con una orquesta opulenta en la que formó a ocho bajos y diez cellos, y el resto a proporción con los vientos y la percusión prescritos por la partitura. Una versión bien planteada con pulcritud, sonoridad impecable y más referencial en la forma que en el fondo. Nos hemos acostumbrado de un tiempo a esta parte, a lecturas mucho más sensoriales y emocionadas de la pieza. Los jóvenes dirían hoy que esta partitura supone «un colocón de órdago» y no les faltaría razón. Desde la campaña napoleónica en Egipto, el opio se hizo bastante popular en Francia y por lo que se cuenta de Berlioz la obra surgió de una melopea sugerida por la adormidera, algo que no era anormal en los compositores —y en los bohemios artistas en general—  del periodo romántico. Los directores jóvenes tienden precisamente a buscar en sus versiones esos efectos de alucinación emocionada, delirante, sensorial, con dicciones muy divergentes de los cuatro tiempos, cambios de dinámica, sensaciones climáticas de atmósfera y timbre, tensiones existenciales y espectrales (sobre todo en los dos últimos tiempos) del romanticismo más visionario. Sin que faltasen esos criterios, la traducción se interesó más por la ortodoxia que por la pasión, más por la precisión y la pulcritud interpretativa que por el ensueño.

Ya se ha apuntado que la sonoridad de la centuria fue fecunda, amplia, envolvente y a ello ayudó no solo la calidad de sus efectivos sino su número y en particular el gusto de la batuta por el esmero interpretativo. Fueron reveladores los latidos de corazón de los cellos, frente al tema de amor que constituye la idea fija de toda la obra desde el primer tiempo, la claridad de dicción en las maderas y el tiempo apresurado, salvo en la coda final del movimiento en el que el director patentizó una atmósfera litúrgica. El segundo tiempo gozo de unas cuerdas paladeadas con tenuttos y rubatos, en una versión muy aristocrática, aunque poco sensorial, del hermosísimo vals llevado mas a 3/4 que al 6/8 que prescribe la partitura, para lograr esa sensación de fascinación embelesada que siente el compositor por su amada en la danza, que vive en su mente, aunque no lleva a cabo en la acción.

Tal vez fuera el mejor tiempo el tercero, bucólico y ambiental, sobre todo en el inicio en el dúo de oboe y corno ingles que viene a ser el diálogo pastoril de los enamorados en lontananza, que al final del movimiento se convierte en un doliente monólogo contrapuntado por los aciagos truenos de una tempestad, tras una dinámica de ritmos agitados y tenebrosos, que tuvieron precisión de relato pero no intensidad inquieta. Excepcionales los sedosos arcos en el afligido final.

En la marcha faltó tragedia visionaria en el ritmo, aunque la cuerda lució suntuosa, frente a los ronquidos del metal grave. Descriptivo el aquelarre del Sabbath (muy pictórico el «dies irae» de las dos tubas, sobre la ominosa densidad de los arcos graves y el tañido de las campanas en lontananza), y contrastada e incluso con puntos de sarcasmo la danza de los esqueletos col legno.

El público aplaudió y con justicia a un director preciso y a un conjunto de gran calidad, con una obra de intensidades y Franck se hizo de rogar para ofrecer como propina una muy asumida «Finlandia» que despertó bravos.

Antonio Gascó