En los tiempos que corren, cada vez se cubren más huecos en la historia de la música española; tal es el caso de El tenor Fernando Valero (1855-1914) y su entorno, que publica la editorial Arte Hispalense y cuyo autor, Alberto J. Álvarez Calero, ayudado de un equipo de investigación, ha realizado una búsqueda de información referente a dicho tenor, como revela nada más comenzar el libro, poniendo en contexto la época en la que está emplazado:
“Si tuviéramos que nombrar a los cantantes líricos españoles que más triunfaron en los principales teatros del mundo durante la segunda mitad del siglo XIX, habríamos de recordar necesariamente al tenor Julián Gayarre y a la contralto Elena Sanz. El primero de ellos hizo una carrera relativamente corta, pues estando en plena cumbre profesional murió a causa de un cáncer de laringe, mientras que Sanz vio frustrada su ascenso hacia la cima internacional por su deseo de mantener una relación extramatrimonial estable con el rey Alfonso XII, lo que además hizo sin sentir la necesidad de ocultarlo. En esa lista podría incluirse también al protagonista de este libro, el tenor Fernando Valero y Toledano (Écija, 1855 – Moscú, 1914)”
Coetáneo del gran Julián Gayarre, destacó, como bien dice Calero, por dos roles principales, Don José y Turiddu:
“Es decir, Valero cantó en los mismos centros operísticos que, apenas una década antes, frecuentaron Gayarre y Sanz, junto a otros muchos artistas, como su descubridor Enrico Tamberlick.
De los numerosísimos roles que desempeñó Valero, hubo dos que lo acompañaron buena parte de su exitosa carrera profesional, el de Don José en Carmen y el de Turiddu en Cavalleria Rusticana. La impronta dramática que lograba transmitir en ambos papeles unidad a sus cualidades como músico, lo convirtieron en un tenor completo, lo que le permitió triunfar en todo el mundo.”
De ahí el objetivo final del autor: rellenar ese pequeño hueco histórico con uno de los tenores principales de la época que rivalizó en calidad musical con otros más conocidos, (y) que ha sido injustamente olvidado:
“Queremos por eso hacer una breve semblanza de este artista y, con ello, aumentar de paso los escasísimos y parciales estudios que hay sobre un cantante que ni siquiera es citado habitualmente en los libros o diccionarios dedicados a la lírica. Aportaremos también para ello un importante volumen de críticas que demuestran la transcendencia nacional e internacional alcanzada por Valero en el ejercicio de su profesión.
En este trabajo, nos referiremos también a muchos otros cantantes, así como a compositores y a diversas personalidades que tuvieron directa o indirectamente una vinculación con Fernando Valero. Ese fondo paisajístico, junto con el propio enfoque principal de nuestro estudio, nos servirá para ofrecer quizá una visión diferente y peculiar de una parte de la historia de la ópera romántica.”
Para realizar esta función empieza a plantear la época pintando la figura del gran Gayarre o de Adelina Patti:
“Contemporáneos de Fernando Valero, nacidos solo once y doce años antes que él, la soprano Adelina Patti y el tenor Julián Gayarre, eran dos de los más aplaudidos y elogiados cantantes de toda la historia de la ópera, sin duda dos de los más excepcionales de la segunda mitad del siglo XIX.”
Entrando a nivel de detalle en la importancia que tuvo la voz del conocido tenor:
“La voz de Gayarre era en cualquier caso calificada en su tiempo de “adorable”, con un timbre de una belleza casi irreal y una técnica impecable. Y eso que presentaba una pequeña deformidad en una de sus cuerdas vocales, tal como se descubrió tras su muerte, no se sabe si adquirida o innata.”
Como bien refleja la crónica de José Francos Rodríguez sobre la irrupción de Gayarre en Madrid: “Estuve en el paraíso del Real la noche en que se presentó el ilustre roncalés, y no recuerdo haber oído nunca mayores, más espontáneas, más ruidosas, más interminables salvas de aplausos. […] Todo el auditorio fue alabardero, todo, sin distinción de categorías. Se aplaudió con la misma furia en los palcos, en las butacas que en la entrada general. Los bravos resonaron incesantemente, y al concluir la representación, la falange estudiantil, la gente alegre que constituía el grupo más levantisco de los asiduos al paraíso, esperó a Gayarre para que al salir desde el escenario a su casa oyese los postreros aplausos en aquella memorable y gloriosa noche.”
Sobre esta base es donde establece la el perfil de Valero, es impagable la labor de documentación, buscando columnas como esta de “La Época” donde se auguraba su éxito de una manera muy diferente a como se hace en la actualidad; me encanta el paralelismo “shakesperiano”:
“Merced a sus disposiciones naturales y a los buenos ejemplos y enseñanzas nos atrevemos a repetir al joven Valero la profecía que hicieron las brujas a Macbeth.
-¡Serás rey! –decían aquellas en la selva al asesino del monarca escocés.
-Serás rey- le diremos nosotros al novel artista, si cultivas con el estudio tu talento.”
Su éxito se vio confirmado por críticas como la siguiente sobre una de sus actuaciones en el Teatro Real de Madrid:
“Al final de aquel año (1888), con la temporada aún recién empezada, La Moda Elegante publicó una de las mejores críticas que había recibido hasta entonces Fernando Valero. Decía el artículo:
El público ha acogido con cariño y entusiasmo a aquel que, siendo casi un niño, estimuló con sus aplausos para que desarrollara con el estudio su peregrino talento. Hoy Valero ha recibido la consagración de los principales pueblos de Europa y América, colocándose en primera línea entre los tenores actuales, y honrando el nombre español en los diversos países que ha recorrido (22-12-1888).”
Me gustaría subrayar un texto que refleja la importancia social del mundo operístico en dicha época y la forma en que fue evolucionando; este texto enriquece, por comparación con nuestra época, una narración ligeramente monótona donde se suceden textos no tan inspirados como los que voy poniendo por aquí:
“Al afianzarse la burguesía finisecular, el acto social de ir a la ópera se fue convirtiendo irremisiblemente en algo menos necesario para los que asistían como mero acto narcisista, es decir, por mostrar su preponderancia sobre los demás. Tal como apunta Andrés Moreno en La ópera en Sevilla en el s. XIX:
Cantantes, directores, orquesta y repertorio eran lo de menos, su única misión era, indefectiblemente, la de poner música de fondo a una parada ceremonial de trajes, joyas y bellezas en almoneda (¿qué mejor ocasión para presentar en sociedad a la hija casadera?)
Por lo años en los que Fernando Valero comenzaba a triunfar, los espectáculos operísticos estaban cambiando a gran velocidad, sobre todo gracias a la progresiva instalación de luz eléctrica en los teatros. Hasta poco antes, la platea se iluminaba completamente durante las actuaciones mediante velas. No se concebía la idea de dejar a los espectadores a oscuras en un silencio absoluto. Por el contrario, durante las representaciones se hablaba con normalidad en voz alta, y la mayoría del público iba y venía. El teatro era un lugar de encuentros y desencuentros, de charlas animadas o hipócritas. Al fin y al cabo, muchos de los que allí asitían participaban de las diferentes y variadas actuaciones que se interpretaban frente al escenario, es decir, en los pasillos y vestíbulos de los coliseos. […] La evolución sufrida por el género en el último cuarto del siglo XIX fue apreciada en primer lugar por los cantantes líricos y los empresarios del sector.[…] Con el tiempo, el interés de la sociedad por la ópera se fue estancando, aunque al menos el público comenzó poco a poco a asistir a los teatros por un interés cultural antes que social.”
Los que ahora asistimos a la ópera podemos constatar que la cosa tampoco ha evolucionado mucho y se sigue entendiendo, en muchos casos, como un acto social, con sanas excepciones, desde luego. La semblanza al tenor, se dilata con sus actuaciones en el extranjero y establece incluso una posible causa a su temprana retirada:
“También somos conscientes de que la figura de Fernando Valero habría alcanzado mayor trascendencia de no sufrir los prematuros problemas pulmonares que acortaron su carrera. Le faltó precisamente haber podido alargar sus éxitos unos años más allá de esa década triunfal que empezó en 1883, cuando comienzan sus triunfos en Italia, y llegó hasta 1893, cuando contribuyó a que Puccini comenzara a ser reconocido gracias a Manon Lescaut.”
Para llegar a un final que nos sirve como conclusión a esta crítica:
“Con todo, más allá de esa decadente década final, conviene retener que nuestro protagonista puede ser considerado uno de los mejores tenores de la ópera romántica italiana, justo en la época del pleno auge de este subgénero lírico, a pesar de que su legado fuera olvidándose poco a poco.
Sin querer ser pretenciosos, deseamos contribuir con estas páginas a que la figura del tenor Fernando Valero sea hoy en día valorada como merece. No olvidemos por último que, si bien no tienen por qué coincidir la trascendencia artística con la generosidad personal, creemos haber demostrado con suficientes detalles que la grandeza de Fernando Valero hay que incluir sus solidarios valores humanos.”
El libro cumple a la perfección con el objetivo de dar a conocer la importancia del tenor Fernando Valero; sin embargo, en el cómo, adolece de una narración más fluida y menos monótona , sobre todo a la hora de reflejar los comentarios críticos sobre el tenor de la época mencionada, algunos textos no aportan mucho y la narración sucinta de los conciertos y viajes es, ciertamente, un poco aburrida a pesar de su brevedad. Aun así, no puedo dejar de recomendar su lectura, una manera de acercarse más a una época y a uno de nuestros grandes tenores.
Mariano Hortal