Pocos profesionales españoles vinculados con el mundo de la lírica pueden presumir de gozar de una reputación internacional tan consolidada como la de Emilio Sagi.
Nacido en Oviedo, donde una plaza lleva hoy en día su nombre, Emilio Sagi inventó la dirección de escena en España cuando la disciplina apenas existía en nuestro país.
Sus elegantes producciones han viajado por los cinco continentes, y no hay teatro de ópera en el mundo que no las conozca.
Emilio Sagi nos relata en esta entrevista dividida en dos partes y en exclusiva para Opera World, algunos de los puntos más significativos de su rica y larga carrera profesional como director de escena.
Una de las cosas que más me ha llamado la atención de la lectura de tu libro “Cuestión de oficio” es que no reconoces un estilo concreto en tu obra, te resulta difícil de definir el estilo “Sagi”, al margen de algunos detalles concretos que se han convertido en característicos, ¿crees que no hay un sello de identidad en tu personalidad como director de escena?
Sí, creo que sí que lo hay. No sé definir mi propio estilo, pero tengo muy claro qué características no quiero que me definan, más que las que sí quiero que lo hagan. Siempre tengo muy claro lo que quiero cuando hago un montaje, pero no sé explicarlo muy bien. Quizás la característica principal es que me gusta mezclar la tradición (buena) con la modernidad (también buena). Como decía Adorno, en lo moderno siempre está la tradición y al revés.
La dirección de escena en España arrancó en los años 80, prácticamente contigo, ya que antes no había referentes claros.
En aquella época había directores de escena en el extranjero, en España muy pocos. Había directores estupendos a los cuáles servíamos un poco, más en el teatro que en la ópera, como José Luis Alonso, Víctor García y Fabiá Puigserver, entre otros.
Muchas veces cuando comparan tu estilo escénico con el de otros directores de escena contemporáneos, como Calixto Bieito, se suele hablar de Emilio Sagi como el gran valedor del estilo purista, afín a la tradición, ¿te reconoces en esas descripciones?
Reconozco que al lado de muchas cosas que plantea Calixto o muchos directores jóvenes que ahora, obviamente, yo soy clásico y tradicional, pero tampoco me veo en general de esa forma. Evidentemente, hay una diferencia generacional, cosa que me parece muy sana. Yo también era algo diferente cuando era mucho más joven porque había otros que representaban la tradición.
De hecho comentas en el libro que cuando Calixto te sucedió en el Teatro Arriaga te pareció un contrapunto interesante, dos estilos muy distintos.
Sí, me parece estupendo, creo que es muy sano para una institución que ya que se cambia la figura del director, quien siga tenga otra forma de ver las cosas, porque da otra energía a la propia institución. Sé que Calixto no va a destruir las cosas que hemos hecho en la etapa anterior Daniel Bianco y yo, pero es muy interesante que entre un aire nuevo.
¿Por qué son tan importantes como símbolos las sillas en tus montajes?
Las sillas son elementos que se utilizan en nuestra vida sin parar y que se han utilizado desde el principio de los siglos, con lo que pueden ser ellas mismas una escenografía. También los muebles pueden serlo. De hecho, en muchas de mis obras utilizo las sillas de esa forma, como en L’Isola Disabitata, en la que yo quería que esa isla deshabitada fuera un sitio de muebles abandonados. O, por ejemplo, en la parte delantera de la escenografía de Katiuska, en la que quería que hubiese un marco que estuviera asentado sobre los restos de una destrucción total, inspirado en las esculturas del artista francés Arman, que me encantan. Esos restos sobre los que construir otra cosa me parecen un concepto muy interesante y, a la vez, bello. Siempre intento que las cosas sean lo menos feas posibles.
¿Y los elementos infantiles? ¿Son autobiográficos?
Tuve una infancia estupenda, no podemos encontrar nada raro ahí, son elementos que me gustan mucho, como los globos, muñecos, etc. Es la búsqueda del mundo de la pureza, de la inocencia. En el fondo puede resultar muy surrealista en ciertos momentos. De hecho, los locos siempre tienen un muñeco que es muy de ellos, que no quieren que se lo quiten. En I Puritani utilicé el símbolo de la luna en este sentido, inspirado por un cuadro de Remedios Varo que me encantó.
Volvamos a tus inicios: en los años 80 la dirección de escena era una disciplina inhóspita en España.
Sí, inhóspita y tremenda, muy difícil de plantear. Empecé primero trabajando en la Universidad de Oviedo en un grupo llamado El laboratorio de danza, en el que hicimos cantidad de cosas originales. Ninguno teníamos una formación en ballet importante, habíamos estudiado muy poco sobre la disciplina, así que era una especie de danza-teatro. Tuvimos bastante suerte porque la Universidad nos aportó una pequeña subvención para hacer montajes, incluso llegamos a tener un premio en el Festival de Teatro de Siches, y ahí empezó mi carrera en el teatro. Éramos muy autodidactas, todo muy inventivo, teníamos que ejercitar muchísimo la imaginación porque, además, teníamos muy poco dinero para todo.
Posteriormente obtuve una beca del British Council durante dos cursos para hacer la tesis doctoral en Londres, y ahí tuve la suerte de poder estar como meritorio en algunos montajes en Covent Garden. Ello me propició una especie de formación libre: podía estar en muchos montajes observando y aprendiendo. Por ejemplo vi ensayar al maestro Götz Friedrich, cuando en aquella época en España sólo teníamos los telones de papel que se movían cuando entraba y salía Rigoletto, así que aquello era otra cosa. Recuerdo un Idomeneo de Mozart impresionante, azteca, muy impactante; un Cazador furtivo de Weber sumamente interesante… Todo esto te nutre y te parece que es lo que quieres hacer en la vida.
Yo había ido a la ópera desde muy pequeño, mi familia había cantado toda la vida, y cuando llegué a Oviedo pedí entrar a la Ópera para hacer lo que fuera, gratis. Yo acababa de estudiar Filosofía y Letras y allí había un señor que lo dirigía todo, pero en realidad no dirigía nada, era un guardia de circulación que incluso salía a escena para empujar al coro. Cada dos días se cambiaba de función, pero como sólo había que manejar los telones… Llegué a ver un Fausto en el que la perspectiva estaba al revés, en lugar de estar para dentro estaba hacia fuera, era como Chagall, vamos. Ahí estuve dos años, sin hacer nada, simplemente viendo que aquel oficio era un horror.
En el año 80 leí mi tesis doctoral y Antonio Fernández-Cid (crítico de ABC) asistió y les propuso a los gerentes de la Ópera que me dieran la oportunidad de dirigir algo. Ahí hice La traviata, algo sorprendente para el público, porque los medios eran muy rudimentarios. Las telas las pintó Campano, que tiene cuadros expuestos en el Museo de Arte Abstracto de Cuenca. Desgraciadamente, los directivos de la Ópera en aquel momento cuando se terminó la función lo destrozaron y tiraron todo.
¿Te parece llamativo que una ópera de la categoría de La traviata, probablemente la ópera por excelencia del S. XIX para la gente de a pie, no la hayas vuelto a dirigir?
Es sorprendente. Me gustaría volver a dirigirla. Hubo una época en la que no, ya que tuve que luchar tanto en aquel momento que no me apetecía volver a ese título. Como se hicieron tantas cosas con esa función, me planteaba cómo la abordaría. Nunca ningún teatro me la ha pedido, y tampoco tenía ganas de que me la pidieran. Ahora es muy distinto.
En relación a los estudios en Londres, cuentas en el libro que hay una experiencia autobiográfica que se plasma en La bohème, con el frío de Londres, las monedas…
Siempre he pensado que La bohème era una cosa muy actual. Todos los que estábamos en Londres trabajando y estudiando vivíamos de esa manera. Yo tenía una amiga que se enamoró de un armador griego, vivía con él, como Museta con el señor Alidoro, y alguna vez nos invitaba a cenar al Intercontinental. Obviamente, pagaba el señor rico, exactamente como el final del segundo acto de La Bohème.
En Oviedo, cuando la hice por primera vez la gente más carca se preguntaba que cómo era eso de que se apagase la luz eléctrica y se encendiera una vela. No se habían fijado en que había un aparatito en la pared en donde se metían monedas, y decían que eso no podía ser en el año 60 (estaba ambientado en torno a mayo del 68), y yo explicaba que había vivido en Londres en los 70 y que había eso, que se acababan los peniques y nos quedábamos sin luz, utilizando velas hasta que volvíamos a tener dinero. Trabajábamos en lo que podíamos: yo fui mayordomo en una casa de judíos muy ricos y también cajero en un restaurante en Earl´s court, pero fueron unos años estupendos, éramos jóvenes como los protagonistas de La Bohème.
Desde ese punto de vista afirmas que hay óperas que se prestan muy bien a leerlas en la actualidad, pero otras en las que hay que adherirse al pasado, como en Don Carlo, que dices que es fundamental ambientarla en la época de Felipe II.
Sí, pero es mi propia idea, reconozco que hay veces que lo ves en otras épocas, pero casi todas las que he visto, de los grandes maestros, estaban ambientadas en su momento. Acabo de hacer un Don Carlo en San Francisco, con Nicola Luisotti, y un reparto impresionante. Lo estrené en el año 97, es una producción muy bien planteada, pero ahora no haría eso. Estoy deseando poder rehacerlo, creo que es posible que dirija uno en Italia en un teatro importante.
Cuando una producción la abordas un gran número de veces en distintos países, como por ejemplo Carmen, ¿ves que hay una evolución en los códigos, en la estética, o se mantienen los elementos esenciales?
Creo que sí que hay cambios de códigos con el tiempo, como es lógico. Todos cambiamos con el tiempo. Por ejemplo, cuando hice Carmen por primera vez, hice dos montajes, el de Montecarlo, que llegó a hacerse en Japón, y el del Teatro Real, pero como la inauguración del teatro estaba muy reciente hacíamos todo a lo grande. Mi última producción de Carmen con decorados de Daniel Bianco para Santiago de Chile y la ópera de Roma es muy lineal, tiene pocos adornos y una estética mucho más depurada.
Tu trayectoria como director de escena es realmente ecléctica: has combinado la ópera y la zarzuela, pero también has hecho muchos musicales, como Sonrisas y lágrimas, ¿te gusta trabajar con géneros alternativos?
Sí, me encanta, además me parece muy higiénico para un director de escena no sentirte siempre tan serio. Hay algunos colegas que sólo quieren hacer ópera seria, pero a mí me parece que todo es igual de bueno: son géneros diferentes con diferentes concepciones teatrales, pero creo que hay que hacer de todo.
¿Te sientes especialmente cómodo en un género?
Sí, en el Belcanto, de hecho me lo encargan mucho. Bellini y Donizetti me gustan mucho. También me disfruto mucho dirigiendo comedia: de Rossini lo he hecho prácticamente todo. Ahora mismo acabo de trabajar con I puritani, y lo vuelvo a hacer el año que viene, dirijo Tancredi en América, Lucrecia Borgia en el Palau de les Arts… Son géneros en los que los argumentos son tan raros y tan abstractos que puedes ubicarlos en muchos compartimentos diferentes y siempre queda bien. Pueden coger una fuerza dramática muy fuerte, como por ejemplo con I Puritani, siendo muy abstracto lo que planteé: en determinados momentos había mucho teatro, algo que el Belcanto te ofrece. Hay muchos directores de escena a los que les encanta hacer Belcanto.
Cuentas en el libro que el montaje de Sonrisas y Lágrimas en el Châtelet de París fue bastante polémico por el tema de los nazis.
Más que polémico, impactante. Cuando aparecieron los de la Gestapo por el patio de butacas y los pisos superiores con linternas iluminando la cara de las personas y 4 jóvenes nazis surgían del foso de la orquesta amenazando al público del patio de butacas, el silencio era absoluto: la gente se quedaba tiesa en la butaca. Seguro que alguien del público parisino habría vivido una experiencia así en su propia vida.
¿Cuál es el punto de partida para concebir una nueva producción escénica?
Para mí es escuchar grabaciones, si es posible, muchas veces, antes de empezar a pensar. Leer el argumento con calma, ver en dónde está ambientado, cómo son los personajes, y escuchar y escuchar, te vienen cosas inmediatamente.
Cuando hay un número musical en torno al cual gira toda la obra, como el “Aria de la locura” de Lucia di Lammermoor, ¿concibes primero lo que pasa en ese número o no necesariamente?
Yo no. En Lucia di Lammermoor yo me di cuenta de que toda la ópera se basa en la utilización de esta mujer, de hecho, sólo tiene una amiga, con el resto funciona como moneda de cambio. Ello ocurre en muchas óperas, como en Lucrecia Borgia: mujeres utilizadas políticamente por todos los hombres que tienen alrededor, incluso, algunas veces, hasta por sus amantes.
En tu libro dices que admiras mucho a Giorgio Strehler, Willy Decker o Patrice Chéreau, ¿en qué medida hay trazos o tintes de sus estilos en tus obras?
De Strehler creo que poco, vi muchísimas cosas de él cuando era muy joven. Me encanta la perfección de su narración, algo que en aquel momento era mucho, pero Chéreau o Decker me encantan. Decker me fascina, me parece una persona deliciosa, le admiro muchísimo: es muy generoso y tiene mucha luz. A Strehler no llegué a conocerle en persona, aunque conocí a Luis Pascual, que tuvo una gran relación profesional con él. Aunque admire profundamente sus creaciones en la lírica, prefiero en estos momentos sus perfectas creaciones teatrales. Ves el Rey Lear, La grande magia o el Arlequino o cualquiera de las puestas en escena de Strehler ahora y son de una modernidad absoluta.
La tetralogía de Chéreau es una referencia, te emociona mucho más que la que programan ahora en Bayreuth, al igual que ocurre con la que se hizo de Decker en el Teatro Real. El Otelo de Decker que se hizo en el Liceu me impresionó muchísimo y me dio envidia. Pensé: ¿cómo nunca se me había ocurrido a mí?… El cambio del primer acto al segundo de Decker es apabullante, son de esas cosas que a alguien que no sea de esta profesión le cuesta pillar.
Yo creo que copiar es bueno: en el teatro todo está inventado, no es copiar una función entera, pero hay ideas de los demás que puedes tomar. Una idea que sacas en una función puede ser recuperada por otros a su manera, y a mí me gustaría hacerlo con cosas de estos grandes.
¿Cómo ha sido para ti la experiencia de combinar tu faceta escénica con tu faceta como gestor en el Teatro Real, el Teatro de la Zarzuela y el Teatro Arriaga?
Es difícil, hay momentos en los que es muy estresante, sobre todo cuando estás trabajando en algo fuera de tu teatro, y no te puedes alejar de él, aunque tengas un equipo maravilloso, como ha sido mi caso en los tres. La comunicación telefónica, el estrés de acabar un ensayo en San Francisco a las 12 de la noche mientras en Madrid son las 9 de la mañana, etc., eso es complicado de llevar. De hecho, después del Real no tenía ganas de ir a ningún teatro, pero el alcalde de Bilbao de la época, Iñaki Azkuna, me insistió tanto que al final acepté dirigir el Teatro Arriaga.
El Arriaga era el teatro más descansado, en primer lugar por la magnitud, no era un teatro grande, pero al ser un teatro de una programación variada era más relajado, y además contaba con la gran ayuda de Daniel Bianco, que se vino a trabajar conmigo allí. Yo siempre puse como condición principal poder trabajar fuera en otros proyectos, ya que no quería dejar mi carrera de director de escena.
En el libro cuentas que muchas veces el hecho de ser el gerente de esos tres teatros te llevó a aceptar por compromiso algunas producciones que en realidad tú elegiste por ser las menos conocidas.
Sí, en el Teatro de la Zarzuela siempre me quedaba con cosas muy raras porque me daba reparo quedarme con las “joyas”. Cuando me quedé con El Barbero de Sevilla en el Real fue porque Daniel Bianco, en aquel momento director técnico del teatro, me insistió en que debía hacerlo. Yo siempre me planteé qué podían pensar los demás. Muchas veces hice cosas que me tocaban por ser el director del teatro, hay que tener la discreción de no decir: “todo para mí”, como sí hacen o han hecho algunos directores.
En el Teatro Arriaga yo hacía lírica, nunca hice teatro, aunque la gente pensaba que sí lo haría. El día que haga teatro (aunque tampoco tengo necesidad) será porque alguien me lo pida.
Esta temporada has dirigido en España dos producciones que han sido muy bien acogidas: I Puritani en el Teatro Real y La bohème en el Teatro Campoamor, ¿cómo te has sentido?
Son dos teatros que son mi casa, me he sentido muy bien. I Puritani se coproducía con Santiago de Chile y poder hacerla en Madrid es maravilloso. El Teatro Real es impactante, creo que mucha gente en España no se da cuenta de lo buenísimo que es este teatro, uno de los más importantes del mundo, a nivel de medios, de personal, de personalidad, de limpieza, etc. Encima, el reparto que tuve, ¡un regalo de los dioses!
La bohème en Oviedo la hice en el año 2000 por primera vez, me encantaría que algún teatro grande me la volviese a encargar, aunque estoy muy contento de hacer esta Bohème, tan pequeñita y mona: me divierte mucho hacerla. El reparto también fue estupendo, fue un gran placer. Además, me eduqué allí, debuté allí, la gente me tiene mucho cariño… Hay una plaza con mi nombre: yo no quería, al alcalde anterior le decía que me daba corte, que me extrañaba tener una calle siendo un ciudadano vivo, pero…
I Puritani es una obra emblemática en tu carrera porque fue la primera que hiciste fuera de España en el 88, en Bolonia. En el libro cuentas que no te quedó muy buen recuerdo porque, aunque fue un éxito rotundo, no te identificas con el lenguaje que utilizaste.
Yo era muy joven y era mi debut en el extranjero. El año anterior había hecho el Falstaff de Lluís Pascual en Bolonia, porque Lluís se puso enfermo y no pudo, y el sobreintendente me ofreció Puritani para el año siguiente. En aquella época en Italia todo era la belleza, el espectáculo tenía que ser bello, realista, y me obsesioné con eso por querer triunfar. Luego lo hice en la Zarzuela, que fue un fiasco tremendo por los problemas de un tenor, y más tarde en el Liceu y en Japón, donde tuvo un inmenso éxito. Esa versión de Bolonia es una función muy bonita pero yo no me reconozco en ella, podría firmarla otro director.
Félix Ardanaz