En el centenario de Richard Strauss: continuum musical y postmodernidad

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Para Richard Strauss los epítetos son insuficientes: figura camaleónica como pocas, consiguió desarrollar una carrera ininterrumpida durante tres cuartos de siglo conviviendo con los regímenes políticos más diversos. Compuso y dirigió música durante el Deutscher Kaiserreich (el nuevo Estado alemán surgido en 1871), la República de Weimar, los doce años de totalitarismo nacionalsocialista y los primeros años de la postguerra, en los que colaboró con soldados de las tropas de ocupación. Comparte con Gustav Mahler el ser el último clásico de la gran tradición sinfónica germano parlante (alemana y austriaca), es al mismo tiempo pionero de las vanguardias tempranas de las primeras décadas del siglo XX, icono del Expresionismo y el Neoclasicismo, uno de los modelos de la Escuela de Viena, creador de algunas obras tan violentas y dramáticas como otras lo fueron cómicas y nostálgicas. Entre sus géneros predilectos, ejemplos tan diversos como el Lied para voz y piano, o para voz y orquesta, el poema sinfónico y, por supuesto, la ópera. Admirado por Arnold Schönberg y sus discípulos, Strauss se negó a dirigir las primeras obras atonales de la Escuela de Viena; nombrado Presidente del Consejo de Compositores en 1934 por el gobierno nacionalsocialista, aunque destituido al año siguiente por su colaboración con Stefan Zweig, redactor del libreto de Die schweigsame Frau [La mujer silenciosa].

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Buscar un hilo conductor entre el tejido de obras de Richard Strauss no es fácil y, en cierto modo, va más allá de la trama de sus óperas, los títulos de sus poemas sinfónicos, la estructura de los dramas o la forma de los lieder. Las constantes aparentes son más una muestra de la época que le tocó vivir que un credo personal: al igual que Gustav Mahler, Igor Stravinski o Maurice Ravel, Richard Strauss concedió una presencia semejante a las dimensiones seria y cómica de la existencia; su uso del leitmotiv y de la “orquesta sabia” que todo lo comenta es parte de vocabulario wagneriano al que casi nadie escapa desde finales del siglo XIX; la estructura de números latentes de la mayor parte de sus óperas se deriva tanto del francés drame lyrique como del verismo italiano, al igual en el caso de este último de la tendencia a componer óperas de un solo acto. Y para terminar, el interés por la mitología y el mundo de la Antigüedad es casi omnipresente en la literatura y las artes plásticas del Fin-de-siècle.

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Pienso que una perspectiva plausible para definir un hilo conductor específico que vincule entre sí las obras de Richard Strauss puede hallarse en el hecho de entender los tres géneros musicales que el cultivó como un mismo código de lenguajes musicales. Para ello voy ceñirme a lo que considero el núcleo de su creación operística: la tríada de 1905-1910 formada por Salomé, Elektra y El Caballero de la Rosa. En las tres nos topamos con largos monólogos de una enorme intensidad dramática expresiva; ejemplos son el monólogo final de Salomé, el que Elektra sostiene en su encuentro con Orestes o el contemplativo soliloquio de la Mariscala al final del Acto I. Tras los tres monólogos subyacen textos de altísima altura poética (Óscar Wilde, Hugo von Hofmannsthal) que no permiten su sujeción a la versificación en periodos del Lied de principios del siglo XIX; Strauss los compuso como si de prolongados Lieder con orquesta se tratase, con un canto declamado de amplísimo arco melódico, sutiles inflexiones de la voz y esa exégesis psicológica y sensual del contenido del texto por parte de los instrumentos, en la que tanto él como Mahler habían convertido el Lied con orquesta durante el Cambio de Siglo. Sólo en virtud de esta refinada intelección e intensificación de los textos densamente poéticos en un todo integrado de canto y orquesta pudo Strauss conseguir que sus personajes reflexionasen cantando sin perder un ápice de intensidad dramática y ahondando ellos mismos en las sensaciones provocadas por cada momento de la trama: sobre el deseo imposible y la atracción de los opuestos en Salomé, sobre una aparición onírica más allá de la muerte en el caso de Elektra, sobre el inexorable paso del tiempo en la Mariscala.

Junto al Lied me atrevería a hablar del poema sinfónico y de la música de programa como otro de los hilos ocultos que atraviesan la estética musical de Richard Strauss. El poema sinfónico, inventado por Franz Liszt, confirió al tejido polifónico de la orquesta sinfónica la capacidad de expresar un contenido dramático sobre una acción imaginaria basada en un texto preexistente. Strauss tuvo la insondable ocurrencia de concebir un acto completo de una ópera como un prolongado poema sinfónico que desarrollase toda la acción, así como de insertar posteriormente las voces mediante un arioso permanente, haciendo que los personajes actuasen como pertichini de sus propias acciones, en una permanente empatía con la orquesta. ¿Cuántos procesos mentales y afectivos tienen lugar durante el descenso de Jochanaan a la cisterna, incluso si nadie está cantando? ¿Cuál es la evolución de Electra, desde el estallido en el mismo momento de reconocer a Orestes, el momento de vergüenza de la protagonista ante su aspecto y el arrobo de volver a ver el presunto espectro de su hermano, todo ello descrito por la orquesta paso por paso? ¿Y qué decir de la “Presentación de la Rosa”, esa escena del filtro straussiana, en la que el instante se dilata hasta lo inconmensurable?

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Hay por último un estilo conversacional (Konversationston decía el propio Strauss) que en su naturaleza fluida y versátil, aunando los principios del Lied con orquesta y del poema sinfónico, posibilita esa simultaneidad de estilos y registros tan straussiana, de Salomé a Elektra, de Jochanaan a Orestes, de Crisótemis a la Mariscala, de Herodías a Clitemnestra… la caracterización musical de cada personaje por parte de Richard Strauss tiende siempre una mano al personaje siguiente, que en un nuevo contexto y con un diferente lenguaje poético recreará el personaje interior. Pocos momentos de altura indefinible y única del arte de la ópera pueden compararse a la gesticulación histriónica y al mismo tiempo cuasi verista que conduce desde Herodes hasta Ochs pasando por Egisto: como si de un punto de inflexión se tratase, todo la escena de Egisto en Elektra podría formar parte en su dramaturgia musical tanto de las conversaciones de Ochs como de las alucinaciones de Herodes. Y quizá sea ése uno de los méritos indiscutibles de Strauss, su negación de toda tesis unívoca, su discurso perennemente múltiple que lo convierten, junto a Gustav Mahler, en uno de los primeros compositores de la Postmodernidad. Podríamos percibir con cierta coherencia que el motivo del deseo desenfrenado de Salomé, el famoso “Er ist schrecklich” (“Él es horrible”, Si-Re sostenido1-Re-Fa sostenido) que la persigue hasta el final de la ópera, se transforme, en su inversión, en el motivo de “Agamenón” (Re1-La-Fa1) entonado primero por la orquesta y más tarde por Elektra; pero que éste a su vez se torne el ubicuo vals con el que Ochs sueña un amor imposible (“mit mir, mit mir”) roza la cuadratura del círculo en un continuo musical tan ligado a la existencia musical como sólo Strauss pudo concebirlo en su pentagramas…

 

Gabriel Menéndez Torrellas, Doctor en Filosofía y Musicólogo.