
El pasado 10 de febrero Opera World tuvo la oportunidad de asistir al concierto organizado por Juventudes Musicales que se realizó en el Auditorio Nacional. El programa, constituido por entero por obras de Mozart (no es la primera vez esta temporada en el Nacional) contenía sus sinfonías número 39 y número 41, con el Concierto para clarinete en la mayor entre las dos. La orquesta encargada de dar vida a estas piezas fue la Orquesta de Cámara Sueca, dirigida por su actual director, Thomas Dausgaard. El solista para el concierto fue Martin Fröst.
Antes de entrar de lleno en la narración del concierto hay un detalle que me gustaría señalar: el programa de mano de Juventudes Musicales suele ser excelente, con unas notas al programa bien escritas y amenas y currículum de los artistas y orquestas invitados. No sé si es culpa de Juventudes o de los jefes de prensa de los músicos, pero nunca o casi nunca aparece dónde o con quién han estudiado. Pienso que es muy interesante para el público saber cuáles son los maestros que han hecho posible que disfrutemos de esos artistas, y ellos mismos deberían rendirles homenaje siempre, así que esto es algo a corregir. Dicho esto paso a la crítica.
El pero que acabo de señalar es con seguridad el único que se le puede poner al concierto. Este año estamos disfrutando de una serie de conciertos de mucha calidad en el Nacional, pero este concierto fue con diferencia el mejor al que he asistido hasta ahora. Desgraciadamente el Auditorio no estuvo lleno (algo más de tres cuartas partes) para presenciar este gran concierto. Parte importante de este público era gente joven, en su mayoría clarinetistas que asistían a ver el concierto de uno de los solistas de este instrumento más importantes del mundo hoy en día. Si para cualquier músico es complicado ponerse delante de público no me imagino cómo debe ser tener que hacerlo delante de uno repleto de expertos, pero ese es el trabajo que tienen solistas como Martin Fröst.
Como decía, el concierto se inició con la Sinfonía núm. 39 de Mozart, que si bien tuvo un comienzo un tanto dubitativo por parte de los violines primeros luego la orquesta en general se reveló como un conjunto perfecto con una paleta de colores y sonoridades infinita. Su punto fuerte fue que, al tratarse de una orquesta de cámara, pudieron incidir mucho más en la variedad de articulaciones y dinámicas, que es lo que convierte a esta sinfonía, de estilo más cercano al de Haydn, en una obra interesante de escuchar. Del primer movimiento destacó el final, con escalas rapidísimas pasando por diferentes instrumentos como si fueran uno solo, en una compenetración genial. El segundo movimiento tuvo como protagonista la melodía, que en su momento más excelso se vio interrumpida por un protagonista inesperado: el sonido de un móvil. En el instante en el que la frase reposaba en un piano precioso apareció el “rinrin” de algún espectador, arruinando el efecto por completo. Dejando eso a un lado, los dos caracteres que predominaban en la música, el elegante y el dramático, se representaron con seguridad. Sobresaliente toda la sección de vientos, que en su papel de solistas se integraron entre ellos en una paleta de colores magistral. En el tercer movimiento demostraron una variedad de dinámicas aún mayor, distinguiendo entre el forte y el fortissimo, diferencia que no se suele apreciar en la mayoría de orquestas. Todavía no he hablado del director, Dausgaard, pero es porque su trabajo previo había sido de tal calidad que apenas se notaba que dirigiera. Ciertas miradas, ciertos gestos, pero nada del típico director férreo que dirige con batuta de acero. La complicidad era tal que en ciertas entradas complicadísimas no necesitaba ni marcarlas, tal era el conocimiento de la interpretación.

Tranquilizo a los posibles lectores violinistas diciéndoles que el cuarto movimiento, pasaje terrible del Probespiel, fue tocado con total precisión por los violines primeros, que demostraron conocerlo por completo. Los demás no desmerecieron, por supuesto, y llevaron la sinfonía a una conclusión genial. El público no respondió con mi entusiasmo a la interpretación, con un aplauso más bien tímido. Las cosas cambiarían pronto.
El lánguido concierto de clarinete de Mozart es una obra muy interesante del compositor, su última obra concertante, y con un espíritu muy diferente del que estamos acostumbrados. Se necesita un solista de mucha talla para afrontarlo con seguridad y Martin Fröst es sin duda el hombre adecuado. Su imagen desde que entra al escenario es de completa seguridad y carisma, con una chaqueta larga que acentúa su delgadez y altura y el pelo que de rubio parece blanco. El clarinetista que vino del frío, vamos. Pero su interpretación no tuvo nada de fría, aunque tampoco demostró pasión: Fröst es un mago, un artista en plena forma que hace lo que quiere con la partitura. El fraseo era exquisito en todo momento, con un sonido limpísimo e incluso cremoso que parece que no viene de ninguna parte en particular. Se dice de Mozart que sus temas en las obras concertantes son como diferentes personajes de una ópera y eso era lo que sonaba en los distintos registros del clarinete: varios papeles, cada uno con su carácter. Por supuesto, Fröst improvisa sus propias fermatas en el concierto y, por supuesto, una de ellas, en un pianissimo excelso apenas audible, fue arruinada por otro móvil sonando. El segundo movimiento también tuvo su momento de pianissimo, en una reexposición en la que casi había que esforzarse para oír. La orquesta acompañó con maestría durante toda la obra, sobre todo en un tercer movimiento en el que imitó una por una todas las articulaciones del solista. Tras esta exhibición el público aplaudió a rabiar, con hasta cuatro salidas de director y solista. Fröst nos regaló una genial propina alejada por completo de lo que había tocado hasta ahora: Let´s be happy, un arreglo de música klezmer con orquesta en el que hizo demostración de todos los sonidos del clarinete y volvió a hacer una demostración de virtuosismo en el fraseo.
Había cierta sensación tras el descanso de que nada podría sorprendernos después de una actuación así de sobresaliente, y de hecho pese a que la orquesta interpretó con una maestría memorable la Sinfonía núm. 41 de Mozart, la última de su vida, era difícil afectar a un público que había llegado al éxtasis poco antes. Es una lástima, porque la lectura fue magnífica, pero es lo que hay. Sin embargo, ellos también decidieron regalarnos hasta tres propinas: tres Danzas Húngaras de Brahms, en algún tipo de arreglo, que tocaron con la misma frescura e interés por cada nota que habían aplicado a todo el concierto. El público que se quedó (gran parte del respetable debía tener una prisa tremenda, pues el último bis lo escuchamos menos de la mitad del público inicial) aplaudió con el entusiasmo de un comensal que después de comer hasta hartarse en el Bulli recibe de regalo su tercer postre. Eres consciente de que estás ante algo excepcional, pero has recibido tantos estímulos que te cuesta apreciarlo.
Miguel Calleja Rodríguez
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