A la vez que se despide de la escena operística, con Falstaff Giuseppe Verdi se saca la espina clavada que supuso su fracaso de juventud en el campo de la ópera cómica: Un giorno di regno. Tras el poderoso acierto de Otello en 1887, su inseparable colaborador Arrigo Boito alienta al ya octogenario compositor para poner música una vez más a su adorado Shakespeare, brindándole un libreto en el que toma como base Las alegres comadres de Windsor y Enrique IV del dramaturgo británico y donde el panzudo y libertino Sir John Falstaff es el protagonista indiscutible. La última experiencia operística del “oso de Busetto” le deparará no pocas alegrías en su tranquila y apacible vejez, con unas inmejorables circunstancias compositivas, alejadas de los plazos de entrega del pasado, hasta el punto de llegar a manifestar que estaba componiendo la ópera para su propia diversión.
Escuchando Falstaff, un producto operístico absolutamente novedoso, diferente y opuesto a lo anteriormente alumbrado por su genio, uno se sorprende de la frescura y la vitalidad que una persona de 80 años pudo verter en esta comedia, donde el ritmo desbordante y la alegría de vivir son las máximas. Falstaff es una filigrana musical, un tapiz sonoro de voces y orquesta donde las melodías, cual motivos y células vivas, se suceden vertiginosas sin solución de continuidad, imposibles de atrapar, y donde la trama se sucede a los ojos del espectador con una inusitada fluidez. Una despedida operística que le sirve a Verdi para reinventarse a sí mismo por medio de un lenguaje de una modernidad que abre la puerta a la ópera del futuro, y de la que Puccini tomará buena nota en su Gianni Schicchi.
El canto de cisne verdiano ha llegado al Teatro Real en una producción propia coproducida con la Monnaie de Bruselas, Bordeaux y la Tokio Nikikai en la que el director de escena y figurinista Laurent Pelly (autor de exitosas creaciones en el Real como las de La fille du régiment, Hänsel und Gretel y El gallo de oro) plantea para Falstaff una propuesta contemporánea y eficaz, resaltando el clima de agilidad de la comedia. Barbara de Limburg propone una escenografía en la que priman las tonalidades oscuras, dominando el color negro, y el clima de misterio que envuelve a la ópera. Nada más abrirse el telón, y en un pequeño encuadre a modo de viñeta de cómic, vemos la taberna en la que malvive Falstaff a la manera de pordiosero con sus dos secuaces, Bardolfo y Pistola, cual macarras de suburbio urbano, que contrasta en la segunda escena con el ostentoso lujo burgués de la mansión de los Ford, materializada en una plataforma escénica compuesta de escaleras y recovecos que les sirve idóneamente a las mujeres para maquinar sus intrigas en torno a Falstaff.
El humor se halla muy bien dosificado, como esos clones de Ford durante su monólogo y en la escena final del acto segundo, cual secuaces para hallar al causante de sus celos, que se convierte en un clima de auténtico enredo. Únicamente se echa en falta un mayor grado de imaginación y fantasía en la ambientación de la escena del bosque de Windsor del tercer acto. El punto álgido de la comedia, tras desenmarañarse la farsa, desemboca en la fuga “Tutto nel mondo è burla” (moraleja a modo de guiño al sexteto final de Don Giovanni), en la que al final, cual inesperado recurso simbólico, el público se ve reflejado en un gran espejo, dándose a entender que los verdaderos engañados somos todos nosotros (“Tutti gabbati!”).
A pesar de no ser una ópera italiana para el lucimiento de cantantes en el sentido tradicional, en Falstaff se requiere una conjunción armónica de todas las voces, la gran mayoría integradas en el discurso general, para llevar adelante una función en la que el ritmo nunca se detiene. En el segundo de los dos repartos ofrecidos, el personaje titular encuentra en el barítono georgiano Misha Kiria un valor seguro, pues realiza una creación creíble y convincente. Su John Falstaff tiene todo ese cinismo y doble intención que se le espera, otorgándole su pizca de histrionismo, pero siempre muy equilibrado y medido, sin concesiones a la caricatura. En sus dos monólogos (“L’onore” y “Mondo ladro”), auténticas piedras de toque del personaje, Kiria condensó una gran riqueza de matices expresivos. Lo mismo puede decirse del Ford de Ángel Ódena, uno de los mejores barítonos verdianos del momento, de canto noble y robusto, que se planta en un escenario solitario para lanzar un memorable monólogo sobre los celos al que no le falta ni le sobra ni un matiz de énfasis. Mikeldi Atxalandabaso y Valeriano Lanchas cumplen sobradamente como Bardolfo y Pistola, al igual que Christophe Mortagne, que da el histerismo oportuno al doctor Cajus. Aunque su canto no llega a despuntar, el Fenton del tenor Albert Casals mantiene un agradable timbre.
El segundo elenco también encuentra en las mujeres, las urdidoras del enredo, un equilibrio inmejorable. La Alice de la soprano canaria Raquel Lojendio es un dechado de elegancia, buen gusto y seguridad vocal, mientras que la Mistress Quickly de la mezzo Teresa Iervolino (la Diana del segundo reparto de La Calisto de Cavalli), sobrada de graves para su hilarante “Reverenza”, da bastante juego a nivel teatral. La Meg Pace de Gemma Coma-Alabert ayuda a complementar el conjunto. Un grato descubrimiento nos ha resultado la Nannetta de la jovencísima soprano Rocío Pérez, de instrumento pequeño que luce especialmente en el tercer acto en su aria feérica, cuyas notas canta con primorosa y delicada línea. La rigurosa batuta del director milanés Daniele Rustioni mantiene con vigor el pulso del fluir musical, sin caer en general en la risotada estruendosa pero recurriendo al efectismo en los finales de acto. Una dirección musical muy interesante que ha servido inmejorablemente a un elenco que contribuye a redondear este Falstaff irónico, mordaz y misterioso.
Germán García Tomás