El fragor de I Capuleti e i Montecchi en el Liceu con Joyce DiDonato

Primer acto de I Capuleti e i Montecchi. Foto: Prensa Liceu
Primer acto de I Capuleti e i Montecchi en el Liceu. Foto: Prensa Liceu

I Capuleti e i Montecchi no es Romeo y Julieta, aunque la serigrafía de los autobuses insista en lo contrario por toda la ciudad de Barcelona. El libreto de Felice Romani se basa en versiones previas a la historia de Shakespeare, en concreto en Historia novellamente ritrovata di due nobili amanti, que Da Porto publica en 1531 a partir de otro relato aún anterior. Como su título indica, la historia radica su argumento en el conflicto entre dos de las facciones políticas de la Italia medieval, güelfos (Capuletos) y gibelinos (Montescos), y se podría decir que en este libreto el amor sirve para explorar dicho conflicto y no al contrario como ocurre en la obra de Shakespeare. Se trata de un tema que en el siglo xix italiano resultaba muy pertinente a un país inmerso en las revoluciones hacia su unificación, puesto que advertían de las ominosas consecuencias de un conflicto civil. Es éste, curiosamente, un escenario compartido con la anterior ópera que vimos en el Liceu, el Simon Boccanegra de Verdi que se hace un nombre precisamente por su victoria sobre los güelfos.

Vicenzo Bellini caracteriza a los cinco personajes como dos bajos para el cabeza de familia de los Capuletos, Capellio, y su médico Lorenzo, soprano para una Julieta pretendida por un tenor, Tebaldo, y enamorada de una mezzo, Romeo, en la línea de los papeles representados por castrati hasta el siglo anterior. Hay aquí una discordancia entre la sugestión vocal adolescente de Romeo y un libreto que lo desarrolla como el carismático líder gibelino, una dificultad conceptual e interpretativa que Joyce DiDonato resuelve y explota con una naturalidad apabullante.

El conflicto político que mueve la historia abre el telón de la primera escena para ir tomando forma; centrémonos en dos logradas metáforas donde se simultanea la dirección escénica de Vincent Boussard, la escenografía de Vincent Lemaire y la iluminación de Gido Levi. En la primera, Romeo entra disfrazado de emisario a una gran sala del palacio de los Capuletos, sobre su espacio cuelga un techo que es una reunión de sillas de montar, el jaspeado confuso de las paredes evoca el fragor desenfocado de un campo de batalla y el coro Capuleto se ha alineado codo con codo a modo de zócalo, como si se tratara del frente de un ejército. La segunda ocurre poco después, Romeo queda solo y una iluminación cenital abarrota la escena con las sombras de las monturas, algunas deformadas hasta el punto de parecer ellas mismas animales. DiDonato entona bajo la sombra de esta estampida un intenso «Se Romeo t’uccise» con el que Romeo se exculpa de la muerte del hijo de Capellio para acusar a la guerra en su lugar.

Celso Albelo interpreta con riqueza a Tebaldo, desde su devota declaración de amor en tercera persona «L’amo tanto e m’è si cara» (y quién duda que si el amor pudiera declararse en tercera persona ésta sería la manera) para pedir la mano de Giulietta a su padre, hasta los firmes claroscuros de su duelo con Romeo en el segundo acto, cuando se baten en un dueto sin saber que ambos acabarán abatidos por el súbito duelo de la aparición del cortejo fúnebre de Giulietta.

El Lorenzo de Simón Orfila hace bien su papel de mediador y Ekaterina Siurina nos presenta una Giulietta atormentada pero rotunda que encaja con el enfoque del libreto. Atormentada e incluso frágil en dos cuadros de una gran belleza plástica, uno inmediatamente después de la escaramuza entre las dos casas, cuando su «Crudele, dolorosa incerteza» se subraya, nunca mejor dicho, por el borde de un proscenio elevado por el que va tanteando su paso como una funambulista, sin saber hacia qué bando habrá de llorar una muerte; y el otro al abrir la segunda escena del primer acto, donde su impotencia ante unas circunstancias que la arrinconan se traslada literalmente a la solución escénica de sus aposentos en la forma de un rincón al que se une la acusada pendiente del suelo, aun a costa de tensar la perspectiva hasta un punto casi expresionista que no se repite en ninguna otra escena pero que no se puede decir que sea ajena al contenido argumental ni musical. Sus aposentos son además, un vestido, unos tacones, un lavabo y una escultura que flota como un símbolo ambiguo, un cuerpo masculino en posición crucificada y otro femenino enroscado a su alrededor en caída libre, quizá la huida a través de la muerte. Giulietta se sube al lavabo para tantear con sus dedos esta imagen en consonancia con el punteo de cuerda de una orquesta que Ricardo Frizza alarga con hermosa saña hasta dejar a Giulietta hundida en el vaso del lavabo. El director de escena Vincent Boussard ha apostado con Giulietta por movimientos de una gran plasticidad que entrañan una dificultad posicional añadida de la que la cantante no parece resentirse lo más mínimo.

Giulietta encontrando rincones en sus aposentos. Fotograma de la grabación promocional del Liceu.
Giulietta encontrando rincones en sus aposentos. Fotograma de la grabación promocional del Liceu.

Su personaje se va oscureciendo cuando al tormento de las circunstancias se suma el de sus rotundas negativas a huir con Romeo. La primera de ellas sirve a DiDonato, Siurina y el maestro Frizza para construir un dúo «Ah, crudel, d’onor ragioni» de una intimidad y hermosura que no se vuelve a igualar en toda la obra.

Marco Spotti interpreta con acierto un inamovible Capellio, cuya obstinación en el conflicto dirige la línea argumental. Este personaje da la impresión de completarse a través del coro, que aparte de ambientar y dar réplica podría verse como un eco de la moral de Capellio: primero sus prosélitos personalizan su fiebre bélica, luego ellos mismos le reprochan y se compadecen de Giulietta para después rematar la ópera junto a los gibelinos acusándolo abiertamente como responsable de la tragedia.

Félix de la Fuente

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