El sábado 17 de octubre de 2015 Opera World tuvo la oportunidad de asistir al primer concierto de la temporada de la Fundación Excelentia en el Auditorio Nacional, en el que el público respondió a un programa dominado enteramente por Mozart y casi llenó el aforo de la sala de cámara. El evento fue peculiar en varios sentidos. El primero, y no el más sorprendente, que todas las obras fueran de un solo compositor. El segundo, que al final del concierto se ofreciera a los asistentes una cata de vino y queso. Disfruté más de lo segundo que de lo primero, pero como no soy enólogo comentaré la música y le dejo el vino a alguien especializado.
La primera parte del concierto estuvo compuesta por el Divertimento Kv. 136 y el quinto concierto para violín. Dos obras muy populares en el repertorio mozartiano, y es que todo el concierto estuvo marcado por un cierto aire popular. Antes de la interpretación, y en respuesta a la falta de notas al programa, el periodista Carlos de Matesanz dio ciertas indicaciones sobre las obras, en un tono instructivo y cercano. Tras esto apareció la orquesta, de reducidas dimensiones (solo dos atriles de violines primeros) y el director. Por cierto, el público tuvo que adivinar de quién se trataba, puesto que su nombre no aparecía en el programa de mano. Desde aquí resolvemos esa duda afirmando que se trataba de Albert Skurátov, joven violinista y director, alumno de Zakhar Bron en la Escuela Reina Sofía.
Dicho esto, empezamos a hablar de qué sonó en el Auditorio. El Divertimento es una obra divertida, sencilla pero con sus puntos picantes, tanto armónica como técnicamente. La orquesta se desenvolvía a la perfección, en un estilo moderno, más cercano a lo que hacen hoy ciertas agrupaciones con la música barroca que a lo que hacía Karajan. Es decir, poco vibrato, mucho arco y ligereza de sonido. Debo reconocer que al principio me impresionó la calidad de los intérpretes. De hecho, me impresionó tanto que luego eché en falta la capacidad del director de aprovechar todo el potencial del grupo. Sus gestos eran claros y seguros, con una presencia interesante, y podría haber hecho más uso de su talento. La lectura fue notable, pero con falta de profundidad. Esto no quitó que disfrutáramos mucho de la pieza, y los aplausos fueron cálidos y bien recibidos.
El concierto de violín contó con la presencia de Lisa Jacobs, joven violinista holandesa, como solista. Y se produjo un fenómeno curioso, no exento de belleza, en la interpretación de la obra: lecturas diferentes de dos intérpretes. Skurátov seguía con el estilo que había usado en el Divertimento, mientras que Jacobs tenía un sonido más denso, con más vibrato, más cercano a lo que harían intérpretes de más edad y con un estilo heredado del violinismo de los años 50. El resultado, lejos de ser coherente, fue lo más interesante de la obra, que por otro lado discurrió entre los cauces de lo esperado. Una vez escuchados los primeros compases de Jacobs se vieron todos sus puntos fuertes y débiles. Un gran sonido, aprovechamiento de todos los registros y colores del violín y una técnica impecable. En el debe, una cierta falta de imaginación, llevando la música por terrenos conocidos por todos los aficionados. Las cadencias fueron las usuales, de Joachim, ejecutadas con maestría y gusto. El primer movimiento fue muy bueno, vibrante y rítmico. El segundo, pese a hacerse algo largo, fue el más interesante, con una deliciosa falta de compenetración en las articulaciones entre la orquesta y la solista que les daba a cada uno un carácter propio. En el tercer movimiento Jacobs pecó, en mi opinión, de querer sonar siempre bien, quitándole fuerza al primer tema “turco”. Resolvió eso más tarde, con unos ataques más agresivos y que cuadraban más con el espíritu del movimiento. Desgraciadamente el final del concierto fue entendido de diferente manera por Skurátov y por Jacobs. El primero lo pensó como un final sorpresivo a un rondó, mientras que ella alargó la tónica queriendo hacerlo más evidente. Esta falta de entendimiento fue un fracaso, puesto que ella acabó casi un segundo después que la orquesta. Sin embargo, el público fue más magnánimo que este crítico y aplaudió con gran entusiasmo a la solista y a la orquesta. Tras varias salidas y entradas, Lisa Jacobs profirió unas palabras en un idioma desconocido y se lanzó a tocar una propina que no pude identificar. En esta obra se lució, puesto que tenía todas las cualidades para que brillara una violinista como ella: gran dificultad técnica y espectacularidad. El final, con dos pizzicatos en piano, no alcanzó para que el público captara la obra como algo virtuoso sino como algo irónico, y los aplausos no fueron tan chisporroteantes como antes. Yo diría que, en conjunto, gustó mucho todos fueron al descanso satisfechos.
A la vuelta volvió a salir Matesanz y nos explicó que Mozart había compuesto la Sinfonía nº 25, que escucharíamos ahora, a la problemática edad de 17 años y que no conocía a ningún adolescente que cuando se enfadara con sus padres compusiera sinfonías. Carcajada general, baja Matesanz y sale la orquesta.
La primera diferencia es que Skurátov salió sin tablet al escenario (con ese artefacto había dirigido la primera parte) y dirigió de memoria. El contraste entre la primera parte y la segunda fue brutal. La sinfonía fue lo más fluido y profundo que escuchamos y demostró las capacidades del joven director. Muy seguro e imperativo en el gesto, dominó a la perfección a sus reducidas huestes. No pudo controlar, dicho sea de paso, ciertos errores perdonables de las trompas, infame instrumento de gran dificultad. El oboe primero estuvo magnífico en sus solos y la cuerda se mostró flexible y resolutiva.
La metáfora del concierto se puede encontrar en los espectadores que tenía a ambos lados. A mi izquierda, un matrimonio de edad avanzada que apenas aplaudió y vio el concierto con ojos críticos y cara de desaprobación. A mi derecha, una abuela con sus nietos que disfrutaron el concierto como si fuera la primera vez que escuchaban al genio de Salzburgo. Probablemente era la primera, y probablemente el concierto estaba destinado a ellos.
Miguel Calleja Rodríguez