Hay que reconocer que la elección de esta ópera ha sido un acierto en prácticamente todos los aspectos; la última ópera de Nikolái Rimski-Kórsakov (basada en el cuento de Pushkin) es una fábula amarga por no tener un final feliz, pero en las manos del compositor ruso nos encontramos ante una amargura gozosa por la exuberancia de su música, una ópera poco habitual que, sin embargo, es muy disfrutable si, como es el caso, encontramos una puesta en escena que le haga justicia.
Bien conocido es en Madrid ya Laurent Pelly, dos montajes suyos anteriores (La hija del regimiento y Hänsel y Gretel) fueron grandes éxitos porque suele aunar un cierto respeto a lo que se cuenta, innovando lo suficiente como para resultar vistoso de cara al espectador. Sin grandes filosofías. Para este título su propuesta cambia en cada uno de los tres actos y es muy sencilla la cama que se transforma en una cama-tanque en el último acto es una metáfora muy efectiva del trono y, por extensión, del poder y su deformación por el abuso. Muy fácilmente comprensible pero adecuada. La caricaturización del Zar y sus hijos, así como de sus soldados es también sencilla y marca de la casa, Pelly trabaja muy bien la dirección escénica (ya se pudo ver en sus otros montajes en el Real) y, especialmente bien si se trata de juegos con temas militares, marciales. El segundo acto era el que más variaba su configuración, la presentación del enemigo, encarnado por la Zarina de Shemajá, en la que una espiral luminosa servía como tienda enemiga y un columpio subía y bajaba para que se luciera la soprano rusa. La impresión general es que todo cuadraba y realzaba lo que se contaba sin entorpecer, quizá la iluminación resultaba demasiado oscura, pero el tono cuadraba con la amargura general que supone el final del cuento.
Nuevamente Ivor Bolton vuelve a tomar las riendas de manera muy conveniente, buen trabajo con la orquesta titular del Teatro Real, recogió a la perfección las variaciones que propone Kórsakov para caracterizar los personajes y todo sonó muy empastado con los solistas y el coro. Sinceramente, hay aquí un trabajo continuado que está dando sus frutos. La orquesta le sigue a la perfección y es capaz de reflejar los momentos más plenos de orquestación de la misma manera que los más íntimos como en el segundo acto con las canciones de la rusa. Especialmente hermosa resultó la interpretación de la Concert Phantasy de Zimbalist y el Himno al sol de Fritz Kreisler entre el segundo y el tercer acto, un momento intimista en el que solo estaban el concertino al violín y el propio Bolton al piano que resultó absolutamente mágico, como si un sortilegio nos hubiera hechizado.
Finalmente, excepcional del trabajo de los dos solistas principales: Dimitry Ulyanov tiene una voz potente, templada, muy noble y capaz de hacer todo tipo de inflexiones para jugar con los momentos de farsa, además es un gran actor, lo que da bastante credibilidad; lo mismo puede decirse de Venera Gimadieva, en total plenitud vocal, transita sin problemas por los sobreagudos, es expresiva en la zona media sin perder potencia de emisión y, por si fuera poco, transmite sensualidad en su dificilísimo segundo acto, un lujazo cómo está la rusa en estos momentos. Al lado de ellos buenas actuaciones de Olesya Petrova como Amelfa, muy contundente en su papel y estupenda y muy valiente Sara Blanch cantando fuera de escena el gallo interpretado por Frantxa Arraiza; destacable el astrólogo de Alexander Kravets jugando mucho con su emisión para interpretar su papel. No es una novedad, pero el coro volvió a estar en su sitio, con buena dicción rusa y maravillosamente empastado, nos estamos acostumbrando a lo bueno.
El público agradeció especialmente esta recuperación de la música de Nikolái Rimski-Kórsakov, una ópera desconocida pero esencial y con una música deslumbrante. Magnífica noche en la que la amargura se volvió gozosa gracias al gran trabajo de los que la ejecutaron.
Mariano Hortal