Daniil Trifonov patentizó la intensa calidez de su sonido y su virtuosismo
Valery Gergiev y su orquesta del teatro Mariinsky de San Petersburgo, a quienes se unió el pianista Daniil Trifonov alcanzaron un éxito memorable en su concierto del Palau de la Música de Valencia, lo cual no hace sino entrar en la circunscripción de lo rutinario, pues centuria y maestro son de los conjuntos más reiteradamente aplaudidos en el auditorio de la Alameda. Un programa romántico, eminentemente ruso, al que se unió la sublimada obertura del «Lohengrin» wagneriano que abrió el programa. El maestro moscovita la planteó desde un punto de vista muy espiritualizado y al tiempo sensorial, como pretendiendo hacer suyas las palabras de Niestzche cuando escuchó el preludio del que dijo que era un narcótico opiáceo de color azul. Dejando aparte el ditirambo hay cierta razón en la melodía del grial que describe a al caballero del cisne y en las citas al amor de Elsa, todo ello fundido en una atmósfera fluida con etereidad, desde el principio con violines en divisi y los dedos en las alturas etéreas del mástil, con la sutileza de una respiración prolongada, que va ganando entidad hasta la intensificación sonora del clímax, casi heroico,(con un exceso de protagonismo de las trompetas de abierta sonoridad, todo hay que decirlo) para volver al susurro de oración del inicio. La excepcional e intensa cuerda de mórbido terciopelo, atendió, con precisión exquisita, a las sensitivas indicaciones de la minúscula batuta de Gergiev.
El primer concierto de Rachmaninov no tiene, ni de lejos, la fama de su segundo, su tercero y si me apuran del cuarto. Si bien es cierto que el número uno lo escribió con 19 años, no lo es menos que lo revisó en la madurez de sus 40 años, lo cual quiere decir que aunque aparezcan detalles líricos propios de la juventud el tramado de la composición tiene la consistencia que le habían dado sus tres conciertos siguientes. Está bien la revitalización de una obra que posee solidez suficiente para gozar de un reconocimiento de los melómanos por sus melodías subyugantes y las dificultades sin cuento para el pianista.
Los rotundos acordes iniciales, fueron respondidos por sonoras escalas de Trifonov con un vigor intenso que me hizo recordar el de su paisano Lazar Berman, para pasar al primer motivo a cargo de unos arcos sensoriales, a los que respondió el piano, con una sonora excelencia (a la que no cubrieron los tuttis orquestales) y un virtuosismo de palmaria facilidad, que se manifestó en la compleja cadencia del primer tiempo. El cantábile tuvo un planteamiento suntuoso de la orquesta y un paladeo melancólico del piano, resuelto en la conclusión con una disolución aérea del sonido del conjunto y el solista. El Allegro scherzando conclusivo fue planteado desde las premisas de una exquisitez de acusado lirismo en el tema central y apasionada vehemencia en el inicio y el final.
El público ovacionó al pianista, al director y a la orquesta reclamando a Trifonov la inevitable propina que no fue sino una transcripción para piano de la «Vocalise» de Rachmaninov, tal vez del propio intérprete.
En la segunda parte se tocó una obra que orquesta y director tienen habitualmente en repertorio: la quinta sinfonía de Tchaikovsky. Una obra de la que Gergiev hace una lectura muy personal y arrebatada que no tiene paralelos con ninguna otra de las que haya podido escuchar este comentarista. Aún quedaba en el recuerdo la ortodoxa y esmeradísima lectura que ofreció Termikanov en el mismo local, hace dos temporadas, al frente de la Filarmónica de San Petersburgo. Si uno tuviera que elegir, posiblemente apostara por ésta, pero ello no quita para que no se otorgue destacado mérito interpretativo y, fundamentalmente, creatividad a la versión de las huestes del Mariinsky.
El tema del destino fue suntuoso e intenso en su lentitud en el Andante, así como el vals muy contrastado con elocuente uso de los reguladores. Correcto el solo de trompa con un sonido no excepcional, adjetivo que usaremos para describir la repetición del tema por los cellos, los pizzicatos de éstos y los bajos y loar al clarinete en el final del sorpresivo movimiento. Embelesado y lento el vals y batallador el cuarto tiempo de remate vivo y marcial, luciendo la sonoridad majestuosa de una orquesta con poder intrínseco.
Los aplausos fueron tan encendidos como lo había sido la lectura de la sinfonía y Gergiev los agradeció con la «Berceuse» (por cierto iniciada, con el impetuoso acorde concluyente de la «Danza infernal») y el Finale de «La consagración de la primavera» de Stravinsky, fragmentos que al par de evidenciar la excelencia de la agrupación y la riqueza de sus timbres, manifestaron la iluminada creatividad de la batuta.
Antonio Gascó