Gloriana de Britten en el Teatro Real: Dios salve a Deshorties

Gloriana: Dios salve a Deshorties
Gloriana: Dios salve a Deshorties

Germán García Tomás

Gloriana de Benjamin Britten supone un ejemplo singular en la historia de la ópera del siglo XX. Su concepción original como parte de los fastos celebrativos de la coronación de la joven reina Isabel II de Inglaterra no satisfizo las expectativas que una partitura de tales circunstancias debía requerir, hasta relegarla del repertorio operístico como casi obra maldita. El público recibió la ópera con incomprensión y las duras críticas con que fue recibida cuando subió a escena aquel 8 de junio de 1953 en la Royal Opera House de Londres incidieron en que la nueva creación escénica no reflejaba el periodo de esplendor y florecimiento cultural de la reina Isabel I, llamada con el apelativo de Gloriana por multitud de artistas contemporáneos. En vez de eso, Britten y su libretista elegido, William Plomer, habían retratado a una monarca plena de debilidades y contradicciones en su relación tormentosa con Roberto Devereux, conde de Essex, fruto del análisis histórico que en 1928 Lytton Strachey había mostrado en su libro Elizabeth & Essex: A Tragic History, y que se convertiría en el germen del libreto de la ópera.

Es esa reina muy humana la que en efecto nos muestran Plomer y Britten, la misma que se ve obligada a sobreponer los intereses de estado frente a sus verdaderos sentimientos, firmando la fatal sentencia de muerte de su favorito. La reina que es consciente del paso del tiempo, de su decadencia, y ve próximo el final, pero que ante todo, justifica ante Dios y a sí misma sus decisiones por el bienestar y prosperidad de su reino.

En esta presentación en España de la ópera del compositor británico, una coproducción del Teatro Real con la English National Opera de Londres y la Vlaamse Opera de Amberes, el director de escena David McVicar ha sabido seguir muy de cerca las concepciones de la obra original, mostrando en un mismo espacio escénico las dos facetas de la soberana: la pública y la privada. Ambas se entrelazan de una forma admirable en esa mágica y a la vez minimalista escenografía de Robert Jones, con el gigantesco portón al fondo de la escena y los tres omnipresentes aros dorados que giran incesantemente sobre la superficie esférica subrayando y enfatizando la acción de los personajes ataviados con los lujosos figurines isabelinos de Brigitte Reiffenstuel.

Una acción que gracias a los extraordinarios recursos músico-teatrales de Britten erigen a Gloriana como una rara avis en el momento de su composición y en absoluto la catalogan como una producción escénica menor dentro del catálogo de su autor. En este sentido, resulta admirable comprobar cómo se complementan a la perfección las señas absolutamente distintivas del estilo personal y vanguardista de su autor (politonalidad, excelso manejo de la orquestación, vena dramática…) junto al empleo de elementos deliberadamente arcaizantes como las lute song (canciones con laúd), que Britten conocía muy de cerca por su constante trabajo compositivo con música antigua y tradicional inglesa, o las danzas cortesanas del Renacimiento, usadas con sentido cinegético, pudiendo por ello definirse a esta ópera en cierta medida como neoclásica y con un trasunto acusadamente “popular”, por más que no lo supusiera para el ingrato público de su estreno. Con esta obra, Britten está poniendo su granito de arena propio para instituir la tan ansiada ópera nacional inglesa, un asunto que, por encima de coronaciones, fue en realidad el pretexto inicial para la génesis de Gloriana.

Es precisamente la interpretación de la genial música de Britten lo que ha sobresalido en estas funciones gracias a la sensacional labor del director musical del Teatro, Ivor Bolton, un maestro identificado con músicas más pretéritas que le sirve para transmitir la esencia y sabor camerístico a la Orquesta Sinfónica de Madrid en las danzas cortesanas del acto segundo por medio de una magnífica sección de maderas. A través de su gesto sobrio y conciso, Bolton crea el clima propicio de solemnidad que recrean las vigorosas fanfarrias y la colorista orquestación britteniana. El maestro inglés mantiene el pulso dramático, subrayando la contradicción emocional que turba a la protagonista, hasta el demoledor estallido de la orquesta en el que la reina firma hastiada la sentencia de muerte. Bolton sigue sentando cátedra en las óperas de Britten y ha demostrado penetrar con sapiencia de orfebre en el arte escénico del músico británico, comprobado desde su participación la temporada pasada en las funciones de Billy Budd del coliseo lírico madrileño.

En la última función del segundo reparto, la reina Isabel I fue encarnada por la soprano francocanadiense Alexandra Deshorties. Y decir fue encarnada es hacerlo en su sentido más amplio y literal, ya que su regia interpretación retrató a una carismática soberana desde todos los estadios y matices psicológicos, con el apoyo de un instrumento que responde a las elevadas exigencias de la partitura y que destaca por su pronunciado registro grave y agudos bien proyectados. Supo mostrarse tanto histriónica, socarrona, severa e incisiva como traslucir debilidad, senectud y un profundo dolor tras la condena de Essex, el punto más álgido de tensión dramática de toda la ópera, tras lo que ofreció una escena final abrumadora, digna de las mejores actrices, declamando el monólogo hablado de autojustificación con soberana clarividencia y dicción intachable.

Hay que reconocer que ante el personaje de la reina Isabel I, el resto de personajes palidecen dramáticamente. A su lado, el Robert Devereux del tenor (imposible disociar de esta cuerda al personaje desde la homónima ópera de Donizetti) David Butt Philip fue bellamente cantado en sus perfiles más líricos, con una estimable resolución actoral que le lleva a adoptar cierto aire de abandono en sus dúos con la monarca. El resto del reparto cumple ampliamente en sus caracterizaciones psicológicas: la mezzo Hanna Hipp da vida a una implorante y profunda Frances y la soprano María Miró exhibe un gran caudal vocal en su arrogante Penelope. El barítono Gabriel Bermúdez realiza un digno Lord Montjouy, y el apartado masculino de secundarios se completa con el sibilino y oscuro Cecil de Charles Rice y el Raleigh de David Steffens. Mención especial requiere el bajo James Creswell como el cantante de baladas ciego, a la hora de recrear el sabor añejo de las canciones tradicionales de taberna como cronista de las novedades políticas del reino.

El coro titular del teatro, a la manera de coro griego, realiza un trabajo admirable en todo el acto segundo, especialmente en su canto a capella de las canciones que conforman la mascarada y los Pequeños Cantores de la JORCAM encantan como pilluelos en su brevísima intervención en la escena de la taberna. En suma, bienvenido ha sido por fin este estreno en España de la ópera británica por antonomasia de Benjamin Britten a la que deseamos una larga vida en los escenarios de todo el mundo. God save the Queen.