La confección del programa ya nos indicaba que este no era un concierto normal. Con el sobrenombre de “Malditos” se articulaban tres obras potentísimas: el Preludio para un drama, de Franz Schreker; El temps i la campana, de Ramón Humet; y la Sinfonía Fausto, de Franz Liszt. La segunda de ellas era un estreno, encargo de la OCNE, que se intercalaba entre dos obras casi nunca programadas. Los encargados de ejecutarlas, la Orquesta y Coro Nacionales de España, dirigidos por Guillermo García Calvo y con Yukiko Akagi, pianista, y Jörg Dürmüller, tenor.
El concierto se iniciaba con Schreker, compositor desconocidísimo después de que fuera condenado por el régimen nazi como músico degenerado. Este Preludio para un drama es una versión extendida del preludio de su ópera Die Gezeichneten (Los estigmatizados), que estrenó antes incluso que la propia ópera. La música es excepcionalmente buena, sensual, densa, heredera directa de Wagner.
La sensación que dio García Calvo desde su entrada al escenario no fue la de juventud, fue la de frescura. Desde que comenzó a dirigir mostró una figura cuya autoridad emanaba de su entusiasmo por la música que dirigía y que, por tanto, resultaba magnética. Obliga a mirarlo. Era admirable cómo dirigía la orquesta, que se mostraba dócil pero firme. La interpretación de Schreker fue magistral. Tanto, que la distinción entre error y acierto de los músicos perdía su sentido, transportando al espectador a un plano ulterior, el de las intenciones musicales. Ofrecían las ideas de la pieza de un modo perfecto, con un sonido oscuro y cálido, casi introspectivo, pese a las dimensiones de la orquesta sinfónica. Fue una pena que acabaran tan pronto. Esta sensación de grandeza y magnitud se recuperará en Liszt, pero antes, el estreno de Humet.
Entre estas dos obras que suenan a chocolate espeso, El temps i la campana es el contraste objetivo. La inspiración de la obra la encuentra Humet en T.S. Eliot, en sus Four Quartets (Cuatro cuartetos), y constituye una versión orquestal de una obra previa para piano. La pieza relaciona el tiempo con un objeto como es la campana, acercándolos por medio del timbre. Así, cuenta la orquesta con instrumentos como arpas, celesta, vibráfono, crótalos, gongs, carillón, campanas y dos pianos. Está dividida en siete movimientos que se suceden ininterrumpidos, cada uno con un sobrenombre sacado de un verso de Eliot.
Es muy difícil juzgar una obra nueva, más cuando no conoces el contexto en el que se desarrolla. Si el compositor lee las palabras que escriben ahora es probable que le parezcan una sarta de tonterías, pero son las sensaciones que me dio su nueva composición. En una primera audición El temps i la campana es larga e inconexa, compleja. La orquestación es muy colorida y en ocasiones poco definida, la forma no queda clara al oído. Si en Schreker escuchábamos ríos melódicos ahora escuchamos pequeños retazos que difícilmente podrían ser definidos como melodías o temas, sino más bien como diminutos motivos. Realmente logra Humet detener el tiempo, con escalas descendentes que se suceden en una sección de cuerda dominada por el sonido aflautado de los armónicos artificiales. No parece que la música avance, sino que queda detenida en un momento, que sonoramente casi se puede contemplar. Paradójicamente, dura lo justo para que el espectador no se aburra, antes de llegar a un final más reconocible para el oído tardorromántico del espectador medio. El piano solo, interpretado por Yukiko Akagi, parece ajeno a todo lo que sucede a su alrededor, pero sus intervenciones son las que dan el hilo conductor a la obra. Mientras que las demás secciones parecen independientes entre si, el piano se relaciona con todos, particularmente con la celesta y la percusión. El fraseo de Akagi fue delicado y expresivo, sabiendo aprovechar las apariciones que le propiciaba la obra, alejada del lucimiento virtuosístico.
No se puede saber si una obra permanecerá en el repertorio o caerá en el olvido, solo podemos hablar de cómo la recibe el público. La recibimos con estupefacción y cariño, con un aplauso que se hizo más cálido cuando el compositor subió al escenario a recoger nuestro entusiasmo.
Luego vino un descanso con una gran complejidad logística, en el que el piano desapareció por una trampilla, seguido de la gran mayoría de instrumentos de percusión. La orquesta se reorganiza para Liszt.
La monumental Sinfonía Fausto no es la favorita de los auditorios. Liszt no es un favorito de las programaciones, de hecho, más allá de las piezas para piano. Sin embargo, es un compositor de crucial importancia, cuya fama como virtuoso itinerante hizo que su obra pasara a un segundo plano.
Esta sinfonía, de enormes dimensiones, es excesiva en todos los sentidos y adelantada a su tiempo. Introduce por primera vez la serie dodecafónica, de manera subliminal, tiene disonancias amplísimas y lleva el timbre orquestal a su máxima expresión. Todas sus posibilidades técnicas como compositor dejan a Liszt una enorme paleta emocional, construyendo en cada movimiento la psique del personaje que representa. Cada movimiento es un cuadro, tres retratos de carácter, como él dice, de Fausto, Margarita y Mefistófeles. El público acoge esta música como un ente hermoso, y casi se nota que corta la respiración.
La orquesta se mimetiza con el ambiente. Vuelve al sonido oscuro y denso que tanto habíamos disfrutado en Schreker y explota todas sus posibilidades, con unos vientos magníficos. Pese a los grandes volúmenes sonoros de la obra nunca llegan a ser estridentes, moviéndose siempre en el entorno tétrico de la obra. No es así en el movimiento dedicado a Margarita, donde la música es mucho más poética, demostrando la versatilidad de los músicos en un movimiento casi de música de cámara, con multitud de solistas. Me gustaron mucho todos los jefes de sección de la cuerda, que actuaban casi como un cuarteto estable.
La entrada del coro masculino en el último movimiento fue teatral y tétrica, como mandaba el momento. Apareciendo a la vez y coordinados por ambos lados del escenario, se colocaron en sus puestos y aguardaron la señal del director. Asimismo entraron al escenario el barítono Jörg Dürmüller y la organista. Estos últimos momentos fueron místicos. La orquesta y el coro a su máxima potencia, con las intervenciones intercaladas de Dürmüller, que cantó con muy buen gusto, volumen y afinación, llevaron al público a un éxtasis que se demostró en el aplauso, larguísimo y bien merecido, que dimos a los músicos.
Miguel Calleja Rodríguez