Gregory Kunde y Anita Rachvelishvili son Sansón y Dalila en el Met

Gregory Kunde y Anita Rachvelishvili son Sansón y Dalila en el Met
Gregory Kunde y Anita Rachvelishvili son Sansón y Dalila en el Met

Las últimas representaciones de Sansón y Dalila de Camille Saint-Saëns en Nueva York parecen palidecer al lado de la pujanza arrasadora del Anillo wagneriano. Sin embargo, los atractivos de la ópera elegida por el Met para abrir su temporada no debieran soslayarse.

Sin bien la partitura de Saint-Saëns se antoja hoy algo ingenua y esquemática, las luces melódicas y el regusto atildado de la ópera francesa de finales del XIX, con sus caprichos orientalistas, merecen una visita eventual. También el elenco vocal supuso un aliciente. A la aparición como la seductora y taimada Dalila de la gran mezzo georgiana Anita Rachsvelisvili se le unió la anunciada cancelación de Aleksandr Antonenko y su sustitución por el tenor americano Gregory Kunde. Una pareja de ases a los que no habíamos podido escuchar juntos y cuya colaboración no podía arrojar sino momentos líricos de gran altura.

 Además, la simplicidad del libreto, que sigue con fidelidad el relato bíblico, se ve compensada por una espectacular puesta en escena, la primera actualización de Sansón y Dalila en el Met en veinte años. Dirigida por Darko Tresnjak, la propuesta visual juega con telones y decorados perforados que conforman una serie de tamices superpuestos. El diseño pone así en contraste de una sensualidad velada con la religiosidad más opresiva, y permite soluciones escénicas que facilitan el movimiento de los solistas, el coro y los bailarines. Junto a todo ello, el espectacular templo de los filisteos del tercer acto pone la guinda a un esfuerzo apreciable por parte de la compañía de ópera neoyorkina. Con todo, no faltan los que señalan, con razón, que las nuevas producciones del Met priman el efectismo y el lujo frente la economía de medios y el buen gusto estético.

La mezzo georgiana Anita Rachvelishvili paseó su voz por la partitura de Saint-Saëns en lo que fue un paseo militar que tuvo su culmen en la esperada aria Mon coeur s´ouvre. La Rachvelishvili es una de las mejores mezzos de hoy. La rotundidad del instrumento, la complejidad del timbre, la complejidad de sus personajes, la convierten en una artista única que aún sigue mejorando sus prestaciones y limando la parte actoral, su talón de Aquiles. Quizá sea Anita Rachvelishvili una soprano netamente verdiana, cuyas interpretaciones del repertorio francés sean de menor calado expresivo, mucho menos afiladas que las de su rival en las tablas Elina Garanca, por ejemplo. Sea como fuere, Rachvelishvili encarnó con garra a una Dalila seductora pero fría como un témpano, escalofriante por lo inquebrantable de su determinación vengadora.

A su lado, encontramos al incombustible Gregory Kunde. El tenor americano no tuvo una de esas noches gloriosas que le han hecho internacionalmente famoso, pero si aportó numerosos detalles de buen canto y mejor interpretación. Su Sansón es ambivalente, complejo y creíble, y lleva el peso de la ópera de principio a fin. Fue un lujo poder disfrutar de la madurez de su voz en el intimista primer cuadro del acto tercero. Ciego y obligado a mover un pesado molino, Sansón buscaba la redención de su pueblo mediante su sacrificio, en un soliloquio que se antojaba más emotivo que espiritual. En su debe, tenemos que contabilizar los fallos de colocación de una voz aquejada por el sobreesfuerzo y el viaje. Nada que un artista experimentado no pueda recomponer con buenos reflejos, tirando de tablas.

La ópera contó también con dos comprimarios de excepción. El bajo-barítono polaco Tomasz Konieczny, que interpreta estos días a Alberich en el Anillo, fue un Abimélech vocalmente demoledor; mientras que Günther Groissbök sirvió un anciano hebreo para enmarcar por lo cuidadoso y sensible de su puesta en escena.

Los cuerpos estables de la compañía hicieron gala de su exquisitez. Tanto el magnífico coro del Met, preparado como siempre por el maestro Palumbo, como el cuerpo de ballet, que desarrolló las lucidas coreografías de Austin McCormick, cerraron grandes intervenciones y redondearon una velada de altura.

Por otro lado, hay que admitir que la batuta de Mark Elder no arrojó las luces esperadas. El director inglés dejó pasar de largo las oportunidades para la ironía y el patetismo en una partitura de la que se puede extraer más jugo expresivo. El sonido que consiguió de la orquesta del Met era redondo y pujante, no cabe duda, pero no consiguió aportar una dimensión adicional al espectáculo.

El final escénico de la ópera, resuelto en falso y de una manera apresurada y poco imaginativa, mientras el coro y la orquesta clavaban las notas finales, era toda una alegoría de lo que es hoy la compañía. Como casi siempre en la casa del cartón piedra, la magia estuvo en la voz.

CARLOS JAVIER LOPEZ