En los días en que en la Deutsche Oper se representaba «Madama Butterfly» se cumplía en trigésimo aniversario del derribo del muro de Berlín que durante casi 30 años dividió en dos una ciudad, generando un muy grave conflicto de coexistencia. El derribo supuso el renacer social y anímico de la ciudadanía y un reencuentro lleno de euforia que fue significativo en la historia de Alemania. Este comentarista vivió los días aciagos de la existencia del parapeto y también las jornadas en que, a golpes de picos y martillos, se echó al suelo. Hoy tres décadas después de aquella efemérides la gente recuerda ese hecho histórico con especial emoción. Los que lo vivimos por razones obvias y los que lo supieron de nuestras bocas por la herencia informativa que les dejamos. No sé, pero cuando llegue a mi localidad de la Deutsche Oper en la Bismarckstraße, notaba una sensibilidad especial en la asistencia. Las fechas del aniversario sin duda calaban en el público y creo que en mayor medida por asistir a una de las óperas con mayores sentimientos a flor de piel como es Butterfly.
El escenario del templo operístico alemán es muy amplio y la solución plástica de Pier Luigi Samaritani, con utilización de grandes cortinas colgadas a modo de velos en la pequeña y frágil casita de la cima de la loma, se me antojó fuera de lugar. Por otra parte la disposición de los cantantes muy apartados de la boca del escenario, en un afán recoleto y solitario, les restó facilidad de proyección de sus voces. Por fortuna todas ellas eran generosas y, por otra parte la batuta del maestro Ramón Tebar, estuvo muy pendiente de no ahogar a los cantantes y de respirar con ellos, en la convicción de sus frases desde el amplio aliento orquestal.
Y ya que hemos citado al maestro español, comencemos por él, teniendo en cuenta que debutaba en este teatro y con una obra bien significativa en su carrera. La batuta es elocuente, escrupulosa, pródiga en matices, y capaz de sugestionar con la trágica historia musical de la desdichada geisha, que Puccini amaba por encima de cualquiera otra de sus óperas. Sirvan dos ejemplos entre muchos que podrían utilizarse, el fascinante dúo de amor con raptos de pasional sensualidad, y los arpegiados que resuelven en las tonalidades de DoM y FaM. dando paso al conmovedor tema de la nana, cuando Cio Cio San presenta a Sharpless a su hijo, realmente erizaron el vello. No es extraño que desde los primeros compases, la asistencia apreciase la eficacia de Tebar, elegante y sensitivo, al extremo que cuando tras el descanso volvió a ocupar el podio en el foso, las ovaciones, mezcladas con bravos le obligaron a saludar insistentemente.
El maestro supo sacar excepcional partido de una orquesta que tiene fama por la suntuosidad y belleza su sonido aterciopelado, su vehemente intensidad y su capacidad para el fraseo, para envolver una música que describe una amplia curva desde el lirismo a la tragedia y desde la intensidad a los momentos de arrobada sensibilidad y delicadas frases. El coro pródigo en matices en la subida a la colina, alcanzó un exquisito grado de sutil emotividad en el de bocca chiusa.
Elena Guseva con quien Tebar había trabajado en el mismo papel en Viena, compuso una Cio-Cio-San muy tebaldiana, de voz radiante, amplia, generosa en matices, y muy convincente como actriz. La escena de su suicidio conmovió y las tres arias, tuvieron calificación de referenciales. Irene Roberts que encarnó a Suzuki, de voz también importante, tuvo algunas lagunas de cuadratura en la oración y sus mejores momentos en el dúo de las flores y en sus intervenciones en el tercer acto. Excelente voz la de Ragaa Eldin que derrochó a placer personificando un Pinkerton de ardiente pasión, en todo momento. Tal vez le conviniera estudiar con más minuciosidad, las indicaciones de reguladores de volumen en la partitura. Con todo, su excepcional materia sonora le dio las alas del triunfo. Dong-Hwan Lee asumió a Sharpless, con gran amplitud de medios y sensible dicción, siempre muy musical, sobre todo en la conmovedora escena de la carta. Burkhard Ulrich fue un Goro de los que se recuerdan, especialmente por su acción escénica y su intención en el decir. Byung Gil Kim de agigantadas facultades, fue apocalíptico y conminatorio, como tiene que ser el bonzo y Michael Kim en Yamadori y Matthew Cossack en el comisario imperial fueron bastante más que correctos.
Así pareció entenderlo el público que ovacionó a todo el elenco que tuvo que saludar en reiteradas ocasiones para agradecer el fervor de los aplausos.
Dietmar Petersen
Trad. José Luis Pineda