
Todos recordamos sin remedio alguno de nuestros primeros conciertos de música clásica; aquellos a los que acudimos sin saber lo que acontecerá, sin la expectativa ni la suspicacia del aficionado, pero con la ilusión y las ganas que la novedad excita. Grandes sinfonías, tal vez una orquesta de cámara, un recital de piano o un coro espectacular son capaces de general emociones que marcan de por vida. No importa el género, el compositor ni el intérprete. Son la semilla primigenia, la puerta a un mundo nuevo, el germen de una afición.
Como en muchas otras ciudades, pero quizá algo más en Nueva York por la enorme oferta musical de su cartelera, las salas de conciertos acogen eventos típicos del fin de año y los programas tienen un atractivo especial para los que durante el resto del año no son tan proclives a asomarse a la música culta. Ejemplo de esas ocasiones que hacen afición es la exitosa apuesta que ha llevado a la New York Philharmonic Orchestra a programar la proyección de Harry Potter y la Piedra Filosofal con música en directo de John Williams. Pocos dudan de que buena parte del éxito de la cinta, comparable con el de la novela de J.K.Rowling, se debe a las melodías del genio estadounidense, que supo recrear musicalmente el extraordinario mundo paralelo en que Harry, Hermione y Ron viven su primera gran aventura.
Todo está en la música: el silencio del mundo no mágico, la sorpresa y la emoción de unos personajes que lo descubren todo en su primer año en la escuela de brujería, el contraste eterno entre el bien y el mal. Y siempre, de fondo, la genialidad del compositor, al que le bastan un par de compases para llevar al espectador donde quiere. Es la magia particular de John Williams.
Al servicio de la partitura encontramos a una New York Philharmonic energética y muy atenta, sin miedo al sonido pulcro y sólido de siempre, ni a tomar un protagonismo que sólo los momentos más emocionantes de la película de Chris Columbus fueron capaces de eclipsar. Muchas miradas bajaban curiosas de la pantalla al escenario, donde la orquesta aparecía como un embrujo más.
La NYPhil se puso en manos del talentoso Justin Freer. El director americano sabe cómo hacer funcionar al conjunto en eventos de este tipo, obteniendo pasajes de enorme calidad sin apocar a la orquesta y al servicio del espectáculo audiovisual con generosidad e intuición. Freer supo ordenar con buen criterio los vientos, que llevan gran parte del peso de la partitura, y subrayar los episodios claves en la percusión y en las cuerdas. Tan sólo por lo inusual de la ocasión se pudo probar el rendimiento de unos músicos cuyo oficio les permitió disfrutar sin apuros.
Durante la Navidad es más fácil ser permeable a la magia, que puede aparecer de improviso a cada paso. Acierta la New York Philharmonic cuando apuesta por estos espectáculos. Sus músicos pueden tener la certeza de haber alumbrado momentos de buena música cuyo recuerdo muchos atesorarán por largo tiempo.
Carlos Javier López