Es más que improbable que el joven Gioacchino Rossini (1792-1868) pudiera ni adivinar aquella noche del 20 de febrero de 1816 en el Teatro Torre Argentina que acaba de dar a conocer una de las creaciones más brillantes de la historia del belcanto. A la extrema celeridad con la que el de Pesaro hubo de poner música al ingenioso libreto de Cesare Sterbini, para poder cumplir a tiempo con sus obligaciones contractuales con el empresario del teatro romano, el duque Cesarini-Sforza (fallecido poco después del ensayo general de la ópera), se sumaría el sonoro descalabro de aquella función en la que habían de confluir los premeditados incidentes de los ofendidos partidarios del viejo Paisiello con toda una suerte de desgraciados accidentes sobre el escenario. Bajo estas circunstancias nada podía hacer presagiar el estruendoso éxito que, tras aquel rotundo fracaso, acompañaría ya de modo perenne este capolavoro rossiniano.
Si bien la programación de títulos tan populares permite, generalmente, asegurar una más que numerosa afluencia de público, no es menos cierto que la representación de un Barbiere di Siviglia se enfrenta, en su condición de gran clásico operístico, a la dificultad de sortear fórmulas rutinarias y ya reconocibles, que evidencien, una vez más, las escasas posibilidades en infraestructura escénica que ofrece el teatro García Barbón vigués, ahora denominado por razones corporativas como teatro Afundación. Precisamente en referencia a este título, decía el gran maestro y experto Alberto Zedda en sus Divagaciones Rossinianas que estos personajes “ofrecen a directores de escena, escenógrafos, iluminadores y coreógrafos una amplia libertad de opciones estilísticas: bastará con abandonarse al fluir de la música y a su energética pulsión rítmica, acompañando sus fulgurantes figuras melódicas con imágenes adecuadas”. Esa idea es la que parece haber guiado a la Asociación de Amigos de la Ópera de Vigo en el encargo encomendado para la representación de esta ópera a Producciones Telón, para las cuestiones técnicas, bajo la dirección escénica de una artista con experiencia en el montaje de la obra como Eugenia Corbacho y que encontró como premio la excelente repuesta del respetable vigués. La inteligente escenografía y el original diseño de vestuario estuvieron a cargo de Alejandro Contreras y Ana Ramos respectivamente.
Amparándose como eje fundamental en el título alternativo de la pieza teatral de Beaumarchais, la precaución inútil, la propuesta escénica apareció monitorizada desde la misma obertura por el ojo orwelliano, símbolo del afán de control del individuo y la represión de libertades, que tomaba cuerpo, en este caso, en el personaje del Doctor Bártolo como icono de un mundo ya caduco y restrictivo, que se esfuerza con denuedo por mantener su posición de privilegio frente a los avances de la sociedad moderna. La inesperada reconversión del enredo argumental al universo pop-rock de los 60-70 sorprendió gratamente a la mayoría del público, consiguiendo transmitir con gran inmediatez los momentos de generosa comicidad que abundan en la ópera. La caracterización de Almaviva como Tony Manero/Travolta, de Don Basilio como Alice Cooper o de Fígaro en atuendo de Elvis Presley, cavatina en bicicleta a lo Harley Davidson incluida, contribuyo al vital dinamismo de la representación planteada por Corbacho, y en el que también fue factor coadyuvante la coordinada y activa intervención del grupo coreográfico lírico moderno Esther Martínez de la Asociación local Gunga. Todo ello sin tergiversar el sustrato de la trama ni alterar los pentagramas de la música original, con la salvedad del excesivo entusiasmo a la guitarra del propio tenor, en la serenata Se il mio nome.
La fresca modernidad que emanaba de la acción actoral encontró, felizmente, una óptima respuesta en el apartado vocal. La mezzosoprano Laura Verrecchia recuperó la genuina vocalidad de la Rosina, tantas veces adulterada en beneficio de sopranos ligeras, no siempre de óptimo gusto. La italiana se encuentra a sus anchas en un rol que conoce a la perfección y que interpreta haciendo gala de timbre redondo y extremo dominio de las agilidades, con el regalo de bellos efectos como la generosa messa di voce sobre el si agudo de su famosa cavatina Una voce poco fa. El joven chileno Diego Godoy no defraudó las expectativas en su debut en España, mostrando sus excelentes aptitudes para el canto rossiniano, que le permitieron, pese a encontrarse aquejado de un inoportuno resfriado, de acometer por primera vez en el escenario vigués las pirotecnias vocales del temido, y tantas veces evitado, Cessa di più resistere, originalmente escrito para lucimiento del célebre tenor sevillano Manuel García.
Las destacadas prestaciones de la pareja de enamorados encontraron perfecto complemento en el elenco de voces graves. El Bartolo de Giulio Mastrototaro está a la altura de los grandes intérpretes bufos de su cuerda, con un dominio y velocidad verdaderamente singular en el arte del canto silabato, mientras que el desempeño como Fígaro del barcelonés Carlos Daza, de voz noble y grata presencia actoral, ganó enteros con el transcurso de la ópera, con especial mención a su dúo con Rosina y al terceto del segundo acto. Jeroboam Tejera que tan buenas sensaciones había dejado como Frate del Don Carlos verdiano en A Coruña, no tuvo ninguna dificultad en cambiar de registro estilístico para encarnar un rockero y mefistofélico Don Basilio, capaz de transitar con comodidad por las notas más graves del personaje. Por su parte, Pedro Martínez-Tapia cumplió eficazmente con su doble y simpático cometido como Fiorello y Oficial.
Mención especial requiere la Berta de la soprano vilagarciana Marina Penas, pues en contadas ocasiones puede encontrarse un rendimiento de tantos quilates en el breve y discreto papel de esta criada, cuyas posibilidades de lucimiento son realmente escasas. Su Vecchiotto cerca moglie adquirió con estos mimbres un relieve inesperado.
El pequeño coro masculino Rias Baixas no mantuvo las buenas prestaciones de citas anteriores como Macbeth o Rigoletto, pero si supo incorporar con naturalidad el ágil movimiento escénico del conjunto para redondear la sensación de revuelo y algarabía general que se perseguía en los dos finales de acto. En el foso Diego García Rodríguez, directamente llegado del Teatro Real madrileño, ejerció con firmeza y acierto la labor concertadora al frente de una Orquesta 430 viguesa que confirmó en este Rossini el estupendo nivel de sus últimas participaciones en el festival de la AAOV.
Joaquín Gómez