Nunca me ha caído bien «Il viaggio a Reims» de Rossini, que pude contemplar en el Palau de les Arts y diré por qué: El libreto de Balacchi, en el género de una comedia de costumbres tiene una trama argumental más sosa que la comida de un hospital, aunque esté, de algún modo, basado en una obra de Staël. Pero lo que sí que patentiza, es un peloteo indecente al maleza del rey Carlos X de Francia, sobre todo en el acto postrero y, de paso, a todos los monarcas absolutistas de la primera mitad del XIX en Europa, entre ellos el pérfido de nuestro Fernando VII. Se trata de un tema «ad usum delphini» y nunca mejor dicho, al que el acomodaticio de Rossini no tuvo el más mínimo inconveniente en poner música; de hecho el rey le había pasado una sustanciosa anualidad que le retiró su sucesor Luis Felipe y por la que pleiteó, hasta salirse con la suya. No diré que la música no tenga nivel (de hecho reutilizó fragmentos en otras operas posteriores, singularmente «Le comte Ory»), pero la excesiva duración de la obra, la hace tediosa en algunos momentos y más, si la batuta (como es el caso con Francisco Lancillotta) tiende a quitarle chispa del aderezo gourmet y a ralentizar muchos motivos.
El argumento sucede en una posada balneario de nombre «Il giglio d’oro» ya significativo, pues es la alusión a la flor de lis, icono de la monarquía borbónica. Allí descabalgan doce notables que van a la coronación de Carlos X en Reims, donde hicieron lo propio una treintena de antecesores en el trono. Pues bien, la puesta en escena de Damiano Micheletto sustituyó la posada por un museo que ostentaba el mismo nombre de la hospedería y en el que aparecen los personajes, ya con atavíos que hacen pensar que luego se metamorfosearán en el cuadro de Gérard, de la coronación del postrer Borbón del museo de historia de Versalles. ¿Qué pasó? Pues que argumento se desvirtuó totalmente y costaba seguir las situaciones, porque de los lienzos y esculturas que estaban en las galerías, comenzaron a corporeizarse personajes, como el autorretrato con pipa de van Gogh, «Las tres gracias» de Cánova, «Madame X» de Sargent, «El hijo del hombre» de Magritte, «La infanta Margarita» de Velázquez, «Melancolía» de Botero, «Autorretrato del collar de espinas» de Frida Khalo, «La duquesa de Alba» de Goya, «La escritora von Harden» de Otto Dix y una enorme tela de los personajes amorosos, de Keith Haring. Este conjunto de tipos ofrecieron en su dinámica, momentos de animada plasticidad como el ballet de las tres gracias o la espejuleante Madame X. Junto a ellos no faltaban otros lienzos para hacer bulto, como un bodegón de Zurbarán, el retrato de Dora Maar de Picasso, «Las mujeres de Anfisa» de Alma Tadema, o «Napoleón y el embajador del shah» de Mulard.
¿Qué pretendía el regidor? Pues, sin duda, aparte de manifestar la pluralidad de personalidades de la especie humana, sentar, las bases para el acople final de todos en el kilométrico cuadro de Gérard de casi 10 metros de longitud y, de paso, amenizar la visualidad y darle plasticidad a la escena, cosa que consiguió con unos presupuestos que iban desde el criterio Pop a la comedia de enredo, pero a base de marear la perdiz y dejar suelto el hilo argumental originario, que como ya he manifestado es indolente y lagotero. Desde luego no negaré que la integración de los protagonistas y partiquinos conformando el lienzo del también arribista François Gérard, en el último acto, fue espectacular en su plasticidad.
Para su estreno en 1825, en el parisino teatro de los italianos, que era su centro de operaciones, Rossini contó con las catorce mejores voces de aquel entonces. La partitura es exigente en acrobacias melismáticas belcantistas, sobreagudos, filaturas, portamentos y todo el largo etc. de florituras del bel canto. Pues bien, el elenco de Les Arts dio el nivel preciso, si olvidamos leves desafinos y descuadraturas en el inicio de la obra. Muy bien Mariangela Sicilia en las dos arias de la poetisa Corinna, demostrando excelencias canoras, Albina Shagimuratova en la condesa, Marina Viotti que compuso una atractiva y delicada marquesa y Ruth Iniesta que dio elogiables arrestos a Madama Cortese. Solventes en la expuesta región superior Ruzil Gatin y Sergey Romamovsky en Belfiore y Romanovsky y muy desnaturalizados Misha Kiria en un anodino Don Profondo (cuidado que se le puede sacar partido a su aria) y Fabio Capitanucci, de solventes medios, pero bastante sobreactuado en Trombonok. Sin duda cumplidor y digno el resto del elenco, en cuyo honor hay que decir que no hubo desajustes (y hubiera sido fácil que los hubiera) en el quinteto y septeto del primer acto, ni en el coro a capella de los 14 protagonistas del final del segundo, logrando todos a una, coro inclusive, un final esplendente en el embeleco cobista de texto y pentagrama.
La orquesta sonó excepcional (hasta en los muchos tiempos mortecinos de Lanzillotta) y muy rica en matices (mención especial para la arpista de aéreo sonido angélico) así como el excepcional coro del maestro Perales. Son las dos apuestas infalibles de la institución.
Antonio Gascó