Apostó fuerte el director Albert Boadella con esta producción de Don Carlo en el Escorial. Y salió indemne. Nada fácil, siendo ésta su primer trabajo como director escénico en una ópera, en un título tan atada a cuestiones históricas –verdaderas o falseadas– y en un terreno (el Auditorio escurialense, a unos metros del complejo de edificios más unido a los protagonistas en el imaginario popular) poco entusiasta a la representación de una obra calificada de subversiva por algunos sectores. Boadella, un mago de la promoción, hizo retumbar en los medios su propuesta escénica desde antes de que viésemos un esbozo de ella. Llegué a leer que era el Don Carlo definitivo. Este exagerado calificativo le quedó muy grande. Sin embargo el resultado fue una satisfactoria lectura historicista con interesantes hallazgos de forma y de fondo. La escenografía (Ricardo Sánchez Cuerda), una austera rampa con trampilla en el centro que sirve como entrada a la tumba del emperador Carlos y después como cama de Felipe II, aderezado el espacio con algunas de las pinturas más conocidas vinculadas al poderoso monarca español y a su esposa, bastaron para crear esa atmósfera de rigidez propia de la corte en aquella época. La plana iluminación (Bernat Jansá) no fue obstáculo para apreciar el rico vestuario (Pedro Moreno) de solistas, coro y figuración. Y así, Boadella y su equipo, con dos pinceladas nos situaron en el Jardín de la Reina o en el encierro carcelario de Don Carlos, a quien nos lo presenta como un deforme y un tanto trastornado joven, más apegado a la realidad histórica, y no como el galán romántico inventado por Schiller (en cuyo drama homónimo bebe el libreto). Esto es uno de los grandes aciertos de Boadella. En este sentido también Felipe II se vio humanizado, con detalles en su actuación apuntando en esa dirección. Faltó pulimentar la gestualidad de los solistas, excesivamente operística, para recrear la justa dimensión teatral de esa escurridiza conjunción de la palabra y la música. En el foso tampoco hubo una apabullante lectura musical.
El director Maximiano Valdés obtuvo un buen rendimiento de la Orquesta de la Comunidad de Madrid, tan limpia como escasa de emociones. El elenco de solistas pusieron empeño, desde el aplaudido entusiasmo de José Bros en el personaje del desdichado Don Carlos, a la voluntariosa Elisabetta de la soprano Virginia Tola. Ambos poseen instrumentos canoros con buenas cualidades pero para estos personajes requieren explotar algunos rasgos más acordes a ellos. Ella tiene un timbre un tanto metálico que afea el conjunto y sabe manejar su caudal vocal con inteligencia. John Reylea fue un Felipe II de buena presencia escénica e insípido canto. Su gran aria no fue capaz de conmover y sólo mereció unos corteses aplausos. Semejante impresión tuve de Ángel Ódena como Marqués de Posa, uno de los más bellos y agradecidos para barítono. La orquesta, en ocasiones demasiado lenta, parecía estropearle sus intentos de lucirse. La mezzosoprano georgiana Ketevan Kemoklidze no tuvo problemas en conseguir una ovación tras sus dos intervenciones destacadas, especialmente en el contundente “O Don fatale”, mayormente por el potente chorro de voz y menos por la delicadeza de su canto. El Gran Inqusidor de España estuvo bien modelado, en el canto y en lo puramente escénico, por el bajo Luiz Ottavio Faria. De los personajes comprimarios claramente destacaron las sopranos Sonia de Munck (Tebaldo) y Auxiliadora Toledano (Voz del cielo). El Coro de la ORCAM, reforzado con el Coro Verum, fueron parte activa y valiosa del resultado final, ni más ni menos que una representación ambiciosa, digna e inteligente.
Federico Figueroa