La Metropolitan Opera de Nueva York vivió el pasado martes una nueva noche de estreno. En esta ocasión, la compañía presentó la ópera de Claude Debussy, Pélleas et Mélisande, una nueva prueba de fuego para el nuevo director musical del Met, Yanick Nézet-Séguin, que se enfrentaba a un reparto en el que destacan la talentosa mezzo neoyorkina Isabel Leonard (Mélisande), la contralto Marie-Nicole Lemieux y el veterano bajo italiano Ferruccio Furlanetto (Arkel).
La Orquesta del Met tiene una paleta de colores escondida. Pareciera como si el mordiente del foso se hubiera aburguesado a fuerza de tanta ópera de repertorio. Los directores requieren un trabajo consciente y decidido para extraer de esta orquesta sus mejores jugos. Que los tiene. El director de orquesta canadiense Yanick Nézet-Séguin, a tenor de lo visto en esta Pélleas et Mélisande, parece entregado de lleno a la tarea. No sin reticencias, los músicos de la orquesta van cediendo a las indicaciones sin batuta de YNS, y parece cuestión de poco tiempo que director y músicos se acomoden mutuamente para producir resultados óptimos.
Así pues, aunque en el estreno del martes no vimos una versión incontestable de la ópera de Debussy, la noche deparó sorpresas gratas y alguna decepción, que paso a comentar.
Después de disfrutar de la interpretación de Isabel Leonard como la protagonista de la ópera Marnie hace un par de meses, eran muchos los que esperaban con ganas la Mélisande de la mezzo americana. La Leonard tiene todo lo que pide el papel: un timbre sugerente, gusto poético, intuición musical, presencia escénica y dotes actorales. Su interpretación fue tan relevante que la ópera bien podría haberse renombrado como El Misterio de Mélisande. Fue, sin duda, la magistral manera de aunar canto y verso, música y palabra, lo que le dio alas a su interpretación, que está a la altura de las grandes artistas del papel (Horne, von Otter, Palmer) y que, como ellas, será recordada en este teatro. Isabel Leonard es una cantante especial, cuyas interpretaciones van siempre más allá del simple hecho canoro, y se erigen en fascinantes experimentos teatrales entorno al ser femenino.
El papel de Pélleas corrió a cargo del tenor Paul Appleby. Su timbre brillante y su pujante emisión no salvaron una interpretación que no tuvo ni la finura ni la poesía necesarias. Aunque musical y respetuoso con el texto de Maeterlinck, Appleby firmó una actuación muy discreta, siempre superado por sus compañeros, por momentos forzando el canto y rifando la colocación.
El barítono de Iowa Kyle Ketelsen fue un Golaud creíble y poliédrico, acaso más cómodo como misterioso enamorado al comienzo de la obra que como marido celoso y obsesivo al final de la misma. Aunque con buena articulación del francés y una línea generosa, el timbre oscuro y metálico de Ketelsen podría lucir más en manos de un artista menos esquemático.
El bajo italiano Ferruccio Furlanetto hizo las delicias de todos los presentes en el Lyncoln Center de Nueva York. Es el timbre, carnoso y emocionante; es el gesto, adusto y sabio; es el canto, grave y elevado. Y a la vez no es nada de todo ello; sino, simplemente, el padre severo, el gobernante inflexible, el anciano entrañable, el Arkel de Debussy. Toda una lección interpretativa que alcanzó su cénit en el acto quinto, cuando Furlanetto de adueñó por completo de la ópera. El cantante de Sacile continúa siendo fiel al Metropolitan de Nueva York, que sigue celebrando su arte año tras año.
Por su parte, la contralto canadiense Marie-Nicole Lemieux se mostró muy cómoda en su debut en el papel de Genevieve. Sin perder nunca el control de su instrumento, regaló frases de mucho empaque, como acostumbra la artista, a la que el papel se le queda pequeño.
La escena de Sir Jonathan Miller, de elegante sencillez, se aleja del ambiente medieval y sitúa la acción a caballo entre el siglo XIX y el XX. Miller no renuncia a replicar con pequeños detalles el simbolismo de la partitura, y saca partido de un escenario rotatorio que va evolucionando conforme avanza la acción. Todo ello resulta en una propuesta escénica orgánica y clásica, que funciona a pesar de su parquedad.
El personaje más importante de Pélleas et Mélisande es, por supuesto, la orquesta. Yannick Nézet-Séguin demuestra de nuevo sus condiciones de líder, tras su clamoroso éxito en La Traviata de Flórez y Damrau. En sus manos, la orquesta del Met suena con pureza y verdad, desprovista de afectación. Aunque en el primer acto se echó en falta una dosis extra de perfume, la interpretación fue creciendo en importancia. YNS subrayó con elocuencia los silencios, tan importantes en esta ópera, y fue dibujando una telaraña de misterio entorno a los dos protagonistas. En la escena de la piscina, las puntuales indicaciones del director fueron claves para recrear con eficacia ese ambiente asfixiante y homicida. Asimismo, los interludios entre escenas fueron especialmente disfrutables, siempre tersos y expansivos. Cunde la agradable sensación de que Nézet-Séguin no ha dicho su última palabra como director en el Met, y que mayores sorpresas están aún por llegar.
CARLOS JAVIER LOPEZ