Es para mi un honor encontrarme hoy con ustedes para presentar las líneas generales del proyecto artístico que vamos a desarrollar en el Teatro Real en los próximos años.
Lo primero que hay que decir es que este teatro ha tenido el privilegio del legado artístico extraordinario de Gérard Mortier y que es importante que, de alguna manera, preservemos ese legado. Hay que mantener lo mucho que el teatro ha avanzado a lo largo de estos años; hay que preservar la calidad de los espectáculos, incluidos los más polémicos; la mejora de los colectivos artísticos; la proyección internacional del teatro; y más aspectos importantes que se podrían destacar de su gestión. Por esto prefiero calificar el modelo, al menos hasta cierto punto, como “de continuidad”. Y me gustaría dedicar a Gérard Mortier estas palabras y, al mismo tiempo, desearle todo lo mejor en su lucha contra su enfermedad. No hace falta que insista en lo mucho que me alegro de este acuerdo del Teatro con Gérard Mortier que ha explicado el Presidente del Patronato, que nos va a permitir contar con él durante toda la temporada, adaptándonos todos a su situación.
Es decir, no vamos a hacer en el Teatro Real lo que la Ópera de Paris hizo tras la salida de Gérard Mortier, cuando se impuso una programación situada en el extremo más opuesto posible al de la etapa de Mortier, en un intento que parecía buscar eliminar cualquier resquicio de su paso por la institución. Nada de eso queremos que suceda en Madrid.
Los que me han venido a buscar tienen muy claro que no ofrecen la sucesión de Gérard Mortier a su antítesis , sino a alguien que va a asumir ese legado y que, al mismo tiempo, va a introducir algunos matices complementarios en la programación que, poco a poco, van a generar un cambio. No inmediatamente, desde luego, porque en el mundo de la ópera las programaciones se conciben con un mínimo de 3 años de antelación, pero sí progresivamente.
Creo que es de justicia hacer, en esta presentación, una mención, además de a la figura de Mortier, también a la de García Navarro, a la de Emilio Sagi y a la de Antonio Moral, que también tuvieron en su día un papel importante en esta casa y que hay que agradecérselo.
Cuando hablo de “cambio” no me refiero tanto a un cambio de los objetivos del teatro en lo que se refiere a la concepción de la ópera como forma de arte. Luego insistiré en ello. Me refiero
– A una ampliación del repertorio, que va a ser más contrastado, que va a acoger más óperas de estilos que no se han visto en el Teatro Real estos últimos años. Ha habido históricamente una gran desconfianza de los renovadores del arte de la ópera, como Mortier, hacia un determinado repertorio del siglo XIX y el motivo de esta desconfianza tiene su lógica: era un repertorio ligado en otras épocas al estilo decadente de las representaciones y al culto a las “estrellas” incapaces de integrarse en un conjunto, a la rutina, a los ensayos apresurados y a veces inexistentes. Esto era así en otras épocas. Pero esto ha cambiado completamente en la actualidad. Y ha cambiado en gran parte gracias a que la ampliación del repertorio hacia los grandes títulos del siglo XX ha permitido una mirada completamente renovada hacia estas obras del pasado que habían quedado encerradas en una rutina desesperante y que algunos programadores habían optado por abandonar por imposibles. Ha sucedido con este repertorio un poco lo mismo que sucedió en los teatros cuando se conocieron y asimilaron las grandes obras de Wagner. No solo se descubrieron esas grandes obras, sino que todas las obras anteriores comenzaron a verse, a interpretarse, a consumirse, bajo una luz nueva.
“Ampliación del repertorio”, pues. Y también
– Ampliación del abanico de directores de escena: vamos a seguir contando con muchos de los que ha invitado Gérard Mortier pero también con otros que pueden hacer sus propias aportaciones. La estética de las puestas en escena va a ser más contrastada, pero no va a haber ninguna concesión en el objetivo final de lo que se espera de una dramaturgia: que exprima el sentido de la obra. Es a este sentido que los diversos materiales de la dramaturgia deben plegarse. Toda interpretación que potencie y que haga accesible este sentido es aceptable. Y no servir este sentido no se debe contemplar como una opción. Desde luego que cuando hablo del sentido de una obra no me refiero a la literalidad de las acotaciones y a las indicaciones que, pensando en (y desde) el público de su época, hizo el autor en la partitura. A lo que me refiero es a lo que esa literalidad expresa. Es por esto que necesitamos que un artista interprete la obra. Más aún: la ópera es un arte que sólo se realiza cuando se interpreta. Como dice Hans-Georg Gadamer, “Hamlet, antes de representarse, no está en ningún lugar; Hamlet solo existe cuando se representa (…) el mismo Hamlet (un Hamlet en si) no se da nunca. Solo se da de una manera u otra en las diferentes representaciones”. Y esta afirmación del filósofo que regeneró la hermenéutica me parece indisociable de lo que escribió Adorno en su “Filosofía de la nueva música” donde decía que las formas del arte nos hablan con más exactitud sobre la historia de la humanidad que los documentos. Eso es así en la ópera porque los directores musical y escénico encuentran el “código” de su interpretación en su época. Y esto siempre es así, incluso (y quizás sobre todo) cuando las óperas se quieren presentar con una voluntad de literalidad histórica.
Repasemos: me he referido a una ampliación del repertorio y a una ampliación del abanico de directores de escena. Me voy a referir ahora
– A una mayor potenciación del fenómeno vocal, que está muy ligado a la historia de la ópera en Madrid y que es fundamental para que el público conecte con las propuestas: buenos cantantes, de entre lo mejor del circuito internacional.
Todo ello con el objetivo, desde luego, de preservar que el teatro tiene una voz propia a nivel internacional.
Y todo ello con la garantía de que se va a potenciar la excelencia artística de los colectivos artísticos del teatro, la orquesta y el coro.
Esto es lo que estamos convencidos que hay que reorientar, rediseñar, matizar del discurso del teatro. Pero insisto en que también hay mucho y muy importante que hay que conservar y potenciar del legado que tenemos la fortuna de tener en nuestras manos. Y déjenme que insista al menos en uno de los puntos cruciales de este legado:
La invitación al público a plantearse las obras que se han programado y a no simplemente degustarlas de forma pasiva como un producto de “entertainment”. A menudo la ópera se identifica, consciente o inconscientemente, con un espectáculo. O más exactamente con “solo” un espectáculo quizá especialmente brillante y adictivo pero un espectáculo al fin. Y la ópera es un espectáculo pero ni es solo ni es substancialmente un espectáculo. También las farolas del mobiliario urbano embellecen nuestras calles, pero nadie aceptaría unas farolas sólo por su elegancia si no cumplen su fundamental función de iluminar.
La ópera es un espectáculo, pero, por encima de todo, la ópera es un arte. La diferencia entre el arte y el puro “espectáculo” consiste en que el arte nos habla sobre nosotros mismos –nos “expresa”- mientras que el entretenimiento se limita a proporcionarnos distracción. Una obra de arte es, también, un espectáculo, pero es algo más que un espectáculo.
¿Qué quiere decir eso de que el arte nos “expresa” y habla de nosotros mismos? Pues quiere decir que en arte uno tiene que atreverse a sentir.
Como decía Martha Graham “tienes que permitirte sentir, tienes que permitirte ser vulnerable”. El teatro tiene que fomentarlo e invitar a hacerlo posible.
Por cierto, lo explicaba muy bien Luciano Pavarotti en su autobiografía cuando escribía que la ópera tiene el gran poder de provocar emociones, pero que de alguna manera estas emociones se tienen que encontrar previamente en el público. Decía Pavarotti que ésta capacidad de emocionar tiene que encontrarse en el público en estadio “potencial” y que la representación hará de catalizador y provocará que este potencial se materialice en una emoción concreta. Desde luego que Pavarotti explica las cosas a su manera, pero lo que dice es clarividente: te emocionas, nos viene a decir, porque pones algo de tu parte. En arte únicamente vas a poder recoger lo que estés dispuesto a poner de tu parte.
Va a parecer una pirueta delirante, pero lo que dice Pavarotti es, casi, exactamente, a su manera, lo que dice Hegel en sus “Lecciones de estética”: “El arte pone delante del hombre lo que el hombre es”.
La ópera es un arte, pues, porque ha sido así construida y así es como debe ser percibida. ¿Qué implica eso? Implica que sus materiales no sólo identifican, sino que también expresan, y que la elección de cada material singular que se integra en una estructura compleja responde a una voluntad expresiva global.
El objetivo final es la expresión. Es decir, los materiales que integran la obra no solo identifican cosas, sino que sobre todo expresan cosas. O, dicho de otra forma, que su razón de ser es expresar un sentido. Cuando Alfredo Germont tira un montón de billetes sobre la pobre Violetta Valery en “La Traviata”, el gesto expresa mucho más de lo que identifica. Es decir, lo que se identifica –el gesto literal del personaje- solo es un medio, un instrumento de la expresión. Lo que ha de reproducir cualquier interpretación escénica y musical de “La Traviata” no es necesariamente un gesto que hemos visto muchas veces (y que a base de verlo ya se ha ritualizado y ha perdido capacidad expresiva) sino lo que este gesto expresa. Esto es esencial: no se trata de si el gesto reproduce literalmente o no el lanzamiento de billetes que señala el libreto, sino de si el gesto expresa aquella “generosidad maltratada” que es la esencia temática de la obra de Verdi. La obra no pide que se lancen billetes sino que sintamos en carne propia que la generosidad de Violetta es maltratada –injustamente- por la hipocresía del medio social en el que vive y que la utiliza como un objeto de lujo.
Para eso hay que entender que las obras de arte expresan experiencias humanas, no meras anécdotas humanas.
Por esto sentimos (en el sentido de que se activa nuestra capacidad de sentir): el arte permite que contemplemos fuera de nosotros nuestra experiencia común: nuestros sentimientos, nuestras sensaciones: sentirse solo, alegre, sentir la libertad o la servitud, sentir el ridículo, la vergüenza, el triunfo…
Por esto el arte nos permite contemplar la expresión: experimentamos el placer de ver cómo se expresa en cada matiz de la forma toda la complejidad de aquel sentimiento.
Por esto estas obras tienen un valor universal.
Por esto hablamos de clásicos.
Por esto son obras de arte.
Por esto nos ayudan a conocernos mejor a nosotros mismos, a ser mejores ciudadanos, a abrir nuestra sensibilidad.
Por esto tiene sentido que exista un teatro como el Teatro Real que las coloque en el escenario con toda su fuerza, su potencial inquietante, su capacidad de questionarnos a nosotros mismos.
Por esto estamos aquí.