El Teatro Real de Madrid salda por fin su deuda con uno de los tenores de moda del momento, el para muchos auténtico ídolo operístico del presente, el alemán Jonas Kaufmann, tras su doble cancelación de este recital en 2016. Lejos queda ya su anecdótica participación sustituyendo a Zoltan Todorovich, allá por 1999, en la reapertura del coliseo operístico, dando vida al rol titular de la mozartiana La clemenza di Tito. Es bien conocido por todos que, pese a estos livianos comienzos, el alemán ha ido expandiendo paulatinamente su repertorio desde su primigenia tesitura de tenor lírico, llevándole a ir incorporando papeles de spinto y dramático, con esa reconocible voz de tinte oscuro que le acerca en ocasiones a la cuerda baritonal.
Lo cierto es que el alemán continúa labrando su carrera jalonada de éxitos con las características inherentes a su arte vocal, tendiendo a ensanchar su voz (de no demasiada amplitud ni volumen) y apoyándose continuamente en la gola, que le lleva a emitir notas en falsete que, por sus trazas un tanto impuras y su tendencia al estrangulamiento del sonido en pianos y medias voces, no terminan de prosperar, si bien el fraseo y la musicalidad de su canto suelen ser irreprochables. Al margen de ello, lo que se aprecia en el ánimo de este, por otra parte, grandísimo artista, es una intencionalidad de trabajar concienzudamente cada nota para lograr el máximo grado de expresión, una esforzada voluntad por tener siempre algo propio que decir en cada uno de sus acercamientos vocales.
Como no podía ser de otra forma, todas esas particularidades se hicieron presentes en esta esperadísima (y cotizadísima) velada por el público madrileño, que abarrotaba el teatro con sus mejores galas y expectativas, quizá más conscientes de asistir a un evento artístico y social de gran empaque que a una lección de canto. Asimismo, es necesario señalar que juzgar y dirimir teniendo a la orquesta y a Jonas Kaufmann a tan sólo cinco metros de distancia es una actividad cuanto menos compleja, pues toda la crítica en pleno fue colocada en las dos filas que forman las “butacas de orquesta”, con lo que el juicio emitido, sobre todo en lo que respecta al trabajo orquestal, resulta bastante limitado.
Estructurado en dos partes en la que se alternaban páginas orquestales y vocales, la primera de ella convocaba ópera francesa y la segunda alemana, en la que el cantante sin duda mejor se desenvolvió. La primera mitad comenzó en lo que atañe a Kaufmann con el aria “Ah, lève-toi, soleil!” del Romeo y Julietade Gounod, cantada un semitono más bajo, que coronó con un agudo en falsete y piano que le valió la clamorosa primera ovación de la noche.
Siguió una lectura del aria de la flor de Carmende Bizet como le estamos acostumbrados a Kaufmann: enteramente engolada, con profusión de medias voces y expresión sumamente afectada, y con el agudo final afalsetado. Hay que destacar que tanto en Bizet como en la muy correcta y delicada “Rachel quand du Seigneur” de La Juive de Halévy, se le notó al tenor una emisión rasposa y áfona al inicio de cada página, y esa propensión a atacar el agudo con apoyo abajo antes de dar el salto, una impureza que no es demasiado molesta y que el consumado artista que es Kaufmann disimula muy discretamente. El alemán coronó la primera parte con un majestuoso y autoritario “Ô souverain” de Le Cidde Massenet, con el que se fue al descanso llevándose el respeto y la admiración de un público ávido de emociones.
Si bien la primera parte no convenció en demasía, en la segunda asistimos a un memorable recital de páginas wagnerianas. Hablamos del plano vocal, ya que no tanto en el orquestal, dirigido por un gran colaborador de Kaufmann, el maestro Jochen Rieder al frente de la Orquesta Titular del Teatro Real, más diligente como acompañante al servicio del tenor, pues brindó unas lecturas poco convincentes y hasta discutibles de la Cabalgata de las Valquirias y del primer preludio de Los maestros cantores de Nürenberg, en las que el fluir contrapuntístico no fue satisfactoriamente desmenuzado en sus planos sonoros. La primera parte había abierto con una estruendosa y efectista versión de la Bacanal de Sansón y Dalila de Saint-Saëns, que contrastó con el refinamiento conseguido en la plácida “El último sueño de la virgen” de Massenet.
Kaufmann comenzó la parte wagneriana cantando el monólogo de Siegmund del primer acto de La valquiria, “Ein Schwert verhiess mir der Vater”, un papel que ya lo venía trabajado de Munich a las órdenes de Kirill Petrenko, y eso se notaba a las mil maravillas, pues la musicalidad y la intencionalidad que imprimía a las frases eran encomiables. Su timbre carnoso y oscuro conviene mucho a este Heldentenor wagneriano, ese baritenore que casa muy bien con los moldes vocales de Kaufmann, y cuya piedra de toque fueron esos dos larguísimos “Wälse!”, atacados de forma memorablemente heroica por Kaufmann, que aguantó más de diez segundos en cada uno, con el atento sostén de Rieder.
Aún tenía deparadas grandes emociones el tenor alemán, porque tras la “Canción del premio” de Walther von Stolzing en Los maestros cantores, cantada literalmente con entrega y nobleza, llegó otro de sus grandes caballos de batalla, el “In fernem Land” de Lohengrin (que aquí se hilvanó con el evanescente preludio del primer acto), una página que ha interpretado en infinidad de ocasiones y en la que despliega su toque más emocionante y poético, apoyándose en su falsete engolado y medias voces llenas de intención, y de la que cantó una segunda estrofa que no suele hacerse, pues está encomendada al coro, y que por ello llevó al tenor a apoyarse en una tablet.
Nada menos que tres propinas fueron las ofrecidas por Kaufmann a un respetable enloquecido que no dudó en rendirle pleitesía en forma de ramos de flores y paquetes varios que contribuyen a alimentar el mito del ídolo de masas, siempre en lo que puede afectar al restringido mundo operístico. En primer lugar, una vuelta al repertorio francés con el imprescindible “Pourquoi me réveiller” del Werther massenetiano, y dos nuevas páginas de Wagner: otro monólogo de Siegmund, otra vez impecablemente declamado, y “Traume”, el quinto y último de los Wesendonck-Lieder. Una expresa (y engolada) declaración de amor a un público que ya guarda en su memoria el día en que Jonas Kaufmann ofreció su primer recital en la capital del reino.
Germán García Tomás