Dentro de su gira por España, la Bamberger Symphoniker ha visitado el ciclo de Ibermúsica en el Auditorio Nacional de Madrid con dos conciertos bajo la batuta de su titular, el checo Jakub Hrusa. Fundada en 1946, tras la Segunda Guerra Mundial, la de Bamberg es una de las más privilegiadas agrupaciones alemanas que se sitúa a un nivel excelente dentro de la gran cantidad de orquestas del país centroeuropeo. En sus miembros late la tradición checa, ya que hunde sus raíces en la Orquesta de Praga en los siglos XVIII y XIX, con lo que es una agrupación perfectamente idiomática de esta escuela de composición.
Así se demostró en el primero de los conciertos ofrecidos, en el que la alemana Julia Fischer interpretó el Concierto para violín op. 53 de Antonín Dvorak, una obra de infrecuente presencia en las salas de concierto, desplazado a un segundo plano en el repertorio de los violinistas. Ese injusto trato se debe a la fama y popularidad máximas de que gozan las respectivas partituras concertantes de Beethoven, Mendelssohn, Brahms, Bruch y Chaikovski. A pesar de ello, la partitura del checo no tiene nada que envidiar a los conciertos de sus contemporáneos, ni a su propio y mucho más célebre Concierto para violonchelo, pues el de violín posee un encanto melódico muy propio de su autor, con un aroma primaveral que se tradujo en el color de la orquesta bávara, donde brillaron todas las secciones de la orquesta, principalmente las cuerdas y las maderas en un dechado de empaste y conjunción, secciones que son todo un lujo en esta formación.
Julia Fischer es una de las violinistas más dotadas del momento cuya tacha y valía artísticas están fuera de toda duda, y así vino a atestiguarlo con una traducción impecable de un concierto del que es una de sus más firmes y mejores defensoras. Exhibió una técnica apabullante en una obra exigentísima y de altamente virtuosística, complementado por un aliento poético que hizo refulgir en el Adagio non troppo central, unido sin solución de continuidad al movimiento precedente, una característica que desagradó a Joseph Joachim, dedicatario del concierto, cuando lo escuchó. El instrumento de la alemana posee un bello sonido, una afinación excelente y un fraseo meridianamente claro, nítido y diáfano. El fuerte componente rapsódico que define a la partitura tuvo en Fischer una traductora sobresaliente a través de los cambios de aire y registro, secundado por la batuta de Hrusa, que meció y acompañó a la violinista en todo momento, sin dejar de remarcar los ritmos plenamente eslavos que recorren la obra, especialmente abundantes en el Allegro giocoso ma non troppo conclusivo, uno de los cuales recuerda tanto a la Danza eslava nº 1 de la op. 46, marcada Furiant. La interpretación fue recibida con una entusiasta ovación, que fue recompensada con una elocuente traducción, deliciosamente contrastada, del Capricho nº 17 de Nicolò Paganini.
En la segunda parte, pudimos apreciar en todo su esplendor el hermoso sonido de la Sinfónica de Bamberg interpretando la Sinfonía nº 1 de Johannes Brahms, en la que el director checo traía una propuesta interpretativa con gran claridad de ideas tanto en el plano estructural como en el de la expresión. Eligió tempi de gran viveza ya desde el movimiento inicial, donde optó por repetir la exposición, lo que a nuestro parecer hace retrasar bastante la tensión acumulada a la hora de entrar de lleno y sin ambages en el desarrollo. La interpretación estaba llamada a ser de alta combustión, pues el enérgico ritmo que imprimió Hrusa desde el principio, reaparecería en el movimiento final, tras unas soberbias lecturas de los tiempos centrales. Plácido, sereno, lírico y efusivo, el Andante sostenuto, donde destacó el exquisito solo del concertino. Lúdico, marcado, con su punto de desenfado, el Un poco allegretto e grazioso. Pero lo mejor lo deparaba el Finale, que tuvo el necesario clima de preparación, oscuro y brumoso, en la primera sección, Più andante, con un amplio sonido de la trompa, que llevó a la majestuosa cita de la Novena beethoveniana, núcleo y motor del movimiento, impecablemente fraseada. A partir de ahí, el checo llevó la sinfonía por muy firmes y seguros senderos expresivos, que graduó con esmero hasta la conclusión apoteósica y vibrante, plenamente afirmativa. Como contrastada encore, la orquesta interpretó la Romanza, cuarto movimiento, de la Suite checa, op. 39 de Dvorak, donde volvimos a deleitarnos con el límpido sonido que extrajo la instrumentista de flauta, que había dejado instantes memorables, de una enorme belleza durante toda la sinfonía, convirtiéndola en uno de los mejores avales que posee esta orquesta a nivel solista. Al margen de todo, y para concluir, lo que llamó poderosamente la atención es que Julia Fischer, lejos de retirarse tras su soberbia versión del concierto de Dvorak, se integró como una más en la orquesta bávara para interpretar, desde los segundos violines, la sinfonía de Brahms. Mayor grado de entrega y profesionalidad no se ha visto igual.
Germán García Tomás