Kavakos y Pace: los músicos que necesitamos, pero no los que merecemos

Kavakos y Pace: los músicos que necesitamos, pero no los que merecemos
Kavakos y Pace: los músicos que necesitamos, pero no los que merecemos

El 24 de febrero de 2016 tuve la inmensa suerte de poder asistir al segundo de los conciertos de la temporada 2015-2016 que Kavakos realizaría en el Auditorio Nacional, organizado por Ibermúsica. Acompañado por Enrico Pace (o debería decir colaborando con, pues a un pianista de este calibre no se le debe relegar al simple rol de acompañante) interpretaron Mitos, Op. 30 de Szymanovski y la Sonata para violín y piano FP. 119 (A la memoria de Federico García Lorca) de Poulenc en la primera parte. En la segunda parte, protagonizada por Richard Strauss, ejecutaron el Vals Secuencia núm. 2 de El caballero de la rosa, arreglado para violín y piano por Prihoda y la Sonata para violín y piano TRV 151 Op. 18.

Desde antes de que empezara el recital algo iba mal. Los asistentes no se sentaron hasta el último momento, obligando a los artistas a salir tarde, e iniciaron su propio concierto de toses y carraspeos que solo se vio interrumpido hasta que una mirada de Kavakos como queriendo decir “¿puedo?” les hizo guardar silencio. Pero algo estaba roto. Mitos, la primera obra del programa, es una pieza poética, difícilmente cantable y complicada de escuchar. El dúo no hizo ninguna concesión al público en este aspecto, llevando la obra a otra parte del programa en la que estuvieran más serenos o tocándola de manera más espectacular para llamar su atención. Este enfoque tan parco y humilde provocó que no hubiera ningún tipo de conexión entre público y artistas, que tuvieron una horrible lucha entre música, toses y gente chistando a lo segundo. Imposible disfrutar de la obra.

Y es que Kavakos, la estrella de la noche (pese al destacado papel de Pace) no tiene una presencia arrolladora. Su inmensa figura, que casi alcanza el metro noventa, no sirve para llamar la atención y él mismo no contribuye con su lenguaje corporal. No hace gestos extraños ni de cara a la galería y tampoco busca el virtuosismo o la sorpresa en la interpretación. Su objetivo es plasmar ideas musicales y lo hace con tal facilidad que pierde el efecto del asombro. Cualquiera pensaría que puede hacerlo como él. Nada más lejos de la realidad.

La sonata de Poulenc tampoco es una favorita de los auditorios, pero tras la salida y entrada del dúo parecía que estábamos todos más calmados y pudimos disfrutarla mejor. Aquí hubo una exhibición de ambos músicos con una compenetración llevaba hasta el absurdo. Un ejemplo ilustra esta complicidad: el violín ejecuta un motivo que se repite tres veces, haciéndolo cada vez de manera diferente (diferente vibrato, diferente portamento, diferente paso del arco). Luego el piano repite el pasaje, y juro que Pace lo hizo exactamente igual, como si el instrumento que abordaba no fuera de tecla sino de cuerda, imitando con fidelidad lo que se había escuchado segundos antes. Nunca había escuchado tal perfección técnica aplicada al discurso musical. Si el problema que tenían era que no poseían esa presencia arrolladora que te obliga a prestarles atención, ahora que todos escuchábamos nos dimos cuenta de que estos dos artistas eran poetas. Humildes y parcos creaban una gama infinita de colores, ataques, dinámicas y, en definitiva, sensaciones.

Tras el descanso, precedido por un merecido aplauso, nos dispusimos a escuchar una de esas transcripciones de violinistas consideradas como “música menor”. Gran dificultad, con el objetivo de presentar una técnica impecable y fuegos artificiales. Pero para Kavakos y Pace no existe la música menor. El papel del piano aquí sí era de menor enjundia y el protagonismo se pasaba al violín, con un Kavakos que incluso cuando toca obras virtuosas no pierde el sentido aristocrático que le caracteriza. Escuchando esto entendí por qué se le llama el “violinista para violinistas”. Tiene una sofisticación tal al tocar que dudo que alguien que no se pelee diariamente con este instrumento pueda apreciar. De nuevo no hubo concesiones a la espectacularidad. Sus señas de identidad son un fraseo exquisito, que disecciona la música, y una perfección técnica que apenas se hace notar, puesto que está siempre al servicio de lo primero. Tiene esa cualidad que pocos artistas atesoran, que parece que te habla solo a ti. Creaba un ambiente íntimo, reforzado por el encanto de Strauss.

La sonata que siguió, también de Strauss, confirmó todo lo dicho hasta ahora. Después de un primer movimiento excelso tocaron un segundo con la misma calidad, con un momento casi místico al final que se vio interrumpido, cómo no, por un móvil, destrozando el ambiente. El tercer movimiento se ejecutó con una perfección solo alcanzable por los discos. Podría haber escrito lo que tocaban.

Después de un gran aplauso, el público sintió una repentina prisa y, mientras los músicos salían del escenario ellos se precipitaron hacia las puertas. Se perdieron la primera propina (no identificada), tras la que el público se puso en pie…para irse. Se perdieron la segunda propina (tampoco dijeron qué era, pero creo que era Ruralia hungarica, de Dohnányi), con la que volvimos a levantarnos y otra sección del público se marchó. La tercera propina, sí, la tercera, la escuchamos menos de un tercio del público original. Tuvimos la oportunidad de escuchar la Romanza Andaluza de Sarasate en una versión igual de exquisita que todo lo anterior. Un concierto maravilloso para un público mediocre. Son los músicos que necesitamos, pero no los que nos merecemos.

Miguel Calleja Rodríguez

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