La representación del pasado lunes de la ópera Aida de Giuseppe Verdi en la Metropolitan Opera de Nueva York se convirtió en una de las peores en lo que va de temporada. Bajo la batuta del maestro italiano Nicola Luisotti, la soprano Kristin Lewis (Aida) y el tenor Yonghoon Lee (Radamés) firmaron unas interpretaciones impropias del prestigio de la compañía.
Con la monumental aunque añeja puesta en escena de Sonja Frisell, diseñada por escenógrafo Gianni Quaranta (A Room with a View), y los cuerpos estables de la compañía, tan predecibles como infalibles, es extraño que las tardes en que se presenta Aida en el Met no sean un éxito asegurado. Sin embargo, a la maldición de Radamés (el Met no ha visto a un tenor decente en el papel desde Pavarotti) se sumó inesperadamente la soprano norteamericana Kristin Lewis. Lewis, que debutaba con esta Aida en el Met, no convenció ni en lo musical ni en lo actoral.
Sin ánimo de ser exhaustivo, tengo que resaltar algunos aspectos de sus intervenciones. Kristin Lewis ha cantado Aida con desigual fortuna desde el año 2007, llevando el papel de la princesa etíope a plazas tan señeras como Roma (2009), Nápoles y Viena (2013, 2016 y 2018) o la Scala de Milán (2015). En su estreno en Nueva York, Lewis no pudo salir al paso de una interpretación floja en lo vocal, más gritada que cantada el muchos momentos. La emisión es especulativa, poco incisiva y parece estar producida aleatoriamente, sin voluntad expresiva. El instrumento tiene buenas prestaciones, pero el uso que la cantante hace de él produce una Aida que carece del mínimo interés dramático. Al poco gusto estilístico se unen un acusado paso de registro y una media voz endeble. Sin duda, una Aida desconcertante, rugosa y poco interesante.
A su lado encontramos al coreano Yonghoon Lee, un habitual ya en el Lincoln Center. Lee ha hecho carrera en el mundo de la ópera cabalgando sobre sus ensordecedores agudos; pero hay tardes, como las del pasado lunes, en las que sus carencias son difíciles de soslayar. Como Aida, Radamés es un papel que pide un cantante impecable en el canto, que observe con escrúpulo las indicaciones de Verdi. Yonghoon Lee se emplea en todas las dinámicas que pide la partitura, pero el resultado es a menudo insuficiente por la fragilidad de su registro medio y bajo y sus dificultades para apianar manteniendo la línea. Radamés pasa del ardor guerrero al susurro de amor en un suspiro, y para ello hay que tener la voz en forma. Para salvar la parte, Lee ha desarrollado una manera de apianar el sonido que está a medio camino entre el falsete y la engoladura, de tal suerte que sus notas en piano suenan como un balbuceo, o un quejido. El espectador advierte esta impostación del canto, esta expresión antinatural, y pierde interés en el drama, a la espera del próximo agudo atronador de Lee.
De esta manera, los dúos de amor entre Aida y Radamés transcurrieron entre los sonidos abiertos de Lewis y las impostaciones del coreano. Ambos artistas tienen en común, además de su dicción neblinosa, una facilidad sorprendente para colocar estruendosos agudos por encima de la orquesta. Uno se pregunta si a eso se reduce hoy la ópera: a esa espera anodina entre agudo y agudo. Luisotti, por su parte, apenas pudo salvar los muebles, con unos ensembles cautos aunque muy bien dibujados.
El público del Met, que pareció complacido al comienzo de la ópera – fueron muy aplaudidos el Celeste Aida y el Ritorna Vincitor – se fue enfriando poco a poco, hasta la prudente ovación al final, que en este teatro es sinónimo de fracaso.
La veteranísima mezzosoprano Dolora Zajick fue una Amneris académica que brilló por momentos en contraposición a los cantantes protagonistas, si bien la voz ya no está en sazón y no resulta creíble en su personaje de joven enamorada. Sin embargo, por su musicalidad, profesionalidad y entrega en una producción que exige mucha movilidad sobre el escenario, fue justamente premiada por el público. Parece mentira que fuera la propia Zajick la que diera a conocer esta producción del Met en la grabación para televisión de 1989, con Aprile Milo en el papel de Aida. Quién le iba a decir a aquel niño que veía el VHS de aquella representación, que casi veinte años después iba a relatar aquí la interpretación de la mezzosoprano americana. Mis respetos para la artista.
Otro mítico de la ópera, el barítono italiano Roberto Frontali, que lo ha cantado todo en todos sitios, fue un Amonasro adusto pero eficaz, que combinó con milagrosa naturalidad las dos caras del personaje: el monarca vengativo y el padre amoroso. Tampoco la voz está para grandes alardes, pero el canto clásico aún tiene adeptos en el Met. Si Frontali y Zajick son el pasado y Lee y Lewis, el presente, la tentación de caer en el pesimismo sobre el futuro de la ópera es irresistible.
El joven bajo de Washington Soloman Howard dio la talla vocalmente como el Rey de Egipto, aunque en ocasiones parecía no poder quitarse esa expresión del rostro que parecía decir «a ver cómo explico yo que esta señora de sesenta y seis años es mi hija».
Los bailarines solistas Min-Tzu Li y Brian Gephart fueron lo más lucido de un cuerpo de baile que tampoco tuvo su noche más brillante.
El Met ha programado esta temporada cinco títulos verdianos en más de setenta representaciones. Si bien es difícil llegar cada noche al nivel de excelencia vocal que se espera de la compañía, los responsables de programar los elencos deberían tomar nota para evitar disgustos similares en el futuro.
Carlos Javier López