
No es habitual asistir a la representación de un título de ópera comprendido entre Claudio Monteverdi y George Frideric Handel, es decir, de la segunda mitad del siglo XVII. Dentro de su temporada actual, integrada por varias óperas barrocas (vamos a ver próximamente Dido y Eneas de Henry Purcell y Agripina del propio sajón), el Teatro Real ha reivindicado la figura del olvidado Francesco Cavalli, firme heredero del compositor de Cremona desempolvando su ópera La Calisto, una irreverente y lúdica farsa muy del gusto del desinhibido público veneciano que vio la luz en 1651 en el popular Teatro San Apollinaire de la ciudad de los canales, y que llega en esta producción de la mano de la Bayerische Staatsoper de Munich. Es justo reconocer que la ópera de Cavalli se ha beneficiado del trabajo de investigación llevado a cabo por el profesor Álvaro Torrente, que se ha enfrascado en la recuperación de las óperas del italiano, uno de los primeros en establecer una relación duradera con un libretista, Giovanni Faustini, y pionero en la explotación del primigenio negocio operístico, como el propio director del ICCMU explica con detalle en sus notas al programa.
Tomando como punto de partida la actualización del mito de Ovidio en que se basa el libreto, asistimos a una puesta en escena de David Alden, tras presenciar el año pasado su sobria Lucia di Lammermoor, que opta aquí por el culto a lo psicodélico, tiñendo de colores chillones el escenario en un estilismo monstruoso y marcadamente almodovariana y en la que la componenda sexual de la obra original se manifiesta abiertamente, intensificando y enriqueciendo con un muy agudo e irónico sentido teatral las acciones entrecruzadas de la historia, y dotando de un ágil movimiento escénico a unas situaciones que se hubieran caracterizado por su natural estatismo. Las pasiones desordenadas de los personajes congregados, entre dioses, humanos y ninfas, así como sus hipócritas, falsos o sinceros anhelos, llegan al espectador de hoy con una potente carga visual en la que el ritmo de la hilarante trama escénica no decae lo más mínimo, tal es el grado de inteligencia teatral que Alden convoca.
Como aspecto referencial, el público aficionado disponía de las dos históricas versiones de La Calisto, la de Glyndebourne dirigida por Raymond Leppard a la London Philharmonic Orchestra en 1971, completamente alejada de los cánones actuales de la música barroca, y la históricamente informada de Renée Jacobs para la Monnaie de Bruselas de 1993. En esa línea se sitúa la que ofrece el auténtico especialista en estas lides barrocas, el maestro Ivor Bolton, que vuelve a aportar, como en el anterior Idomeneo mozartiano, un sentido pleno de la continuidad musical de la función en sintonía con la escena, participando desde el foso como en aquella ópera en uno de los cuatro claves del magnífico Monteverdi Continuo Ensemble, que se complementa, junto al violonchelo y contrabajo preceptivos, con partes de chitarrones, lirones, viola da gamba y arpa barroca. Todo ello en comunión con las seis cuerdas de la Orquesta Barroca de Sevilla, utilizadas en momentos puntuales, además de la vistosa percusión, flautas de pico y cornettos, a los que se unen las dos trompetas naturales de la orquesta del Teatro Real, contribuyendo así a un despliegue de extraordinario colorido que podrá casar en mayor o menor medida con la ortodoxia instrumental de la ópera de Cavalli, pero que se antoja muy indicado.

Cuenta Bolton con sobresalientes colaboradores vocales sobre las tablas en este segundo reparto presenciado, que se ve favorecido por la correcta adecuación al estilo barroco con el que todos los cantantes definen a sus caracterizaciones. Comenzando por el más reducido apartado femenino, el personaje titular está deliciosamente defendido por la soprano Anna Devin, que manifiesta una notable desenvoltura escénica en sintonía con una facilidad especial para las florituras vocales. La diosa Diana destila autoridad y un expresivo anhelo amoroso que se adecuan muy propiamente a su personaje en la voz de la mezzosoprano Teresa Iervolino, y que emplea lo mejor de sí en sus dúos con Endimione. Hermoso canto igualmente destina la soprano Rachel Kelly al personaje de la despechada Giunone (la diosa Juno), a la que dota de matices de una gran elocuencia.
En cuanto a los más numerosos hombres, el Giove (Júpiter) del barítono Wolfgang Stefan Schwaiger posee toda la virilidad e inmoralidad que requiere el personaje, dotándole además de un grado mayestático. Borja Quiza como su fiel Mercurio tiene una nueva oportunidad de demostrar y lucir sus amplias capacidades para la comedia, que hacen de él uno de los más polifacéticos barítonos que tenemos en España, una sorprendente versatilidad que se traduce en una carrera plagada de éxitos en múltiples géneros y estilos (tras esta ópera barroca le veremos inmediatamente en el Teatro de la Zarzuela dando vida al Lamparilla de El barberillo de Lavapiés).
Siguiendo con la nómina de españoles de este reparto, el contratenor catalán Xavier Sabata nos regala un ensoñador Endimione cuyo refinado y siempre medido canto es un auténtico lujo para los oídos, algo que sabe explotar muy apropiadamente, pues Cavalli destina para él las más expansivas frases en sus momentos a solo, como su excelso aria “Lucidissima face”, los únicos con violines obbligati. En el terreno cómico, la Linfea travestida y más madura que en el original que nos plantea el tenor Francisco Vas es de auténtica antología en su hilaridad, que casa a las mil maravillas con el marcado histrión y estridencia que el siempre singular contratenor francés Dominique Visse confiere a su Satirino, un personaje tan grotesco como irreverente. Completan la cohorte de sátiros dos sensacionales aportaciones: la del Pane del tenor Juan Sancho y el Silvano del bajo Andrea Mastroni. Bienvenida sea pues la ópera barroca pos Monteverdi, y nos unimos al deseo de que continúe la senda de la recuperación del catálogo operístico de Francesco Cavalli.
Germán García Tomás