En el mes de mayo el Teatro Colón de Buenos Aires tuvo que sufrir y mucho, con una llamada “Gala de los embajadores de la música de América del Sur”. Escribí entonces en Opera World algo que me salió del corazón. Manifesté mi dolor y finalicé diciendo que “a lo mejor una plaza o un estadio hubiesen sido el mejor lugar para la gala”.
Sé bien que en el teatro Colón hay personas de mucha valía y sentido común. Por eso, al acercarse el 9 de julio, y para celebrar el bicentenario de la independencia argentina, como no podía ser de otra manera, se pergeñó un espectáculo a realizarse sobre una de las fachadas del gran coliseo y en un escenario levantado de intento.
La noche del 8 de julio pudimos observar un espectáculo dignísimo, fuera de serie, deslumbrante, de excelente gusto que produjo admiración. Los “viejos” conocedores de óperas tuvimos oportunidad de volver a ver en escena elementos riquísimos del teatro puestos al servicio de una gala a cargo de Eugenio Zanetti. El contó con las orquestas Estable y Filarmónica, el Coro Estable y el Coro de Niños, el Cuerpo de Baile, el vestuario y los talleres del Colón para dar vida a doscientos años de historia argentina.
La música indígena, la folklórica, la popular y la culta fueron magistralmente convocadas para cada una de las escenas programadas con artistas y figurantes. Si en mayo hice referencia a los que cantaron “micrófono en mano”, debo reconocer que el viernes 8 los técnicos en sonido hicieron maravillas. Los medios de información mencionaron más a los cantantes populares. Ellos volvieron a gritar esforzando excesivamente la voz.
Durante dos horas y cuarenta y cinco minutos se sucedieron los momentos de la historia. Quizás los más conmovedores fueron los dedicados a la inmigración de principios del siglo XX. Zanetti recreó allí el arribo de los buques al puerto de Buenos Aires, el encuentro de las nacionalidades y, a decir verdad, no faltó a la historicidad al dar preeminencia a los italianos y a los españoles. Fueron muchos millones de mujeres y hombres que dejando todo se aventuraron a la tierra argentina. Por eso Enrique Folger con una canzoneta y Fabián Veloz con “La tabernera del puerto”, mezclados entre los recién llegados, fueron ovacionados
Unas partes bien escogidas de la “Misa Criolla” de Ariel Ramírez tuvieron su sitio, mientras avanzaba lentamente una procesión por el escenario con figurantes portando velas encendidas. No podían faltar unos minutos para el lucimiento del coro estable del Colón. Fue en el “Va pensiero” de Verdi.
Las voces femeninas estuvieron representadas por Paula Almerares. A ella le correspondió cantar maravillosamente “O mio babbino caro”, mientras unas ráfagas de viento jugaban con su vestido. En tanto unas figurantes con hábitos religiosos antiguos daban pasos sobre el escenario. Guadalupe Barrientos en la “Habanera” junto con el coro, brindó pasión a su parte. A Haydée Dabusti se le asignó un momento poco acertado y ruidoso aunque cantó espléndidamente. Una sorpresa fue el “Un bel dí vedremo” a cargo de Carla Filipci Holm en una versión depurada y llena de matices. Esta soprano había encarnado poco tiempo atrás a Leonora en “Fidelio” de Beethoven.
En unos momentos determinados, las técnicas contemporáneas permitieron proyectar el interior de la sala del Colón con todo su esplendor. Precisamente su aparato técnico, la iluminación, la caracterización de los artistas y sus vestimentas, estuvieron puestas al servicio de un gran espectáculo que fue seguido por televisión por muchos millones de personas. Desde mi punto de vista, no puedo menos que alabar lo realizado. No exagero si reafirmo la valía profesional de argentinas y argentinos formados en esta tierra Argentina.
Roberto Sebastián Cava