La Wiener Staatsoper es uno de esos grandes templos del arte lírico, uno de los puntos de referencia en cuanto a calidad y rigor en las representaciones. Y es lugar donde también se saborea al mejor Rossini en todo su esplendor compositivo. Asistir a una sesión en este escenario es uno de los placeres mayores que puede tener cualquier buen aficionado. Son varios los teatros que constituyen ese especial mundo en los que la ópera tiene el mejor asiento posible puesto que cada montaje, cada producción, constituye un verdadero alarde. Grandes escenarios como la Scala de Milán, el San Carlo de Nápoles, la Fenice, de Venecia, el Metropolitan de Nueva York, el Covent Garden, la Ópera de Berlín, la de Praga y, por supuesto, la Ópera de Viena, con su impresionante nómina de grandes directores titulares donde aparecen los nombres míticos de Mahler, Strauss, Karajan, Böhm intercalándose con grandes directores invitados. Por eso siempre es una delicia poder asistir a una representación en el mítico teatro de la capital austriaca.
Rossini siempre ha tenido una relación idílica con el teatro vienés. Romain Rollan en su biografía de Beethoven , recoge el apasionamiento con que fue recibido el italiano y cómo la riqueza de sus melodías, la seriedad armónica, el brillante tratamiento de las voces, conquistó a un público que es por naturaleza exigente. Rossini triunfó en vida en la capital austriaca y sigue triunfando en la actualidad, porque su talento continúa encontrando una respuesta apasionada en los espectadores. La música de Rossini sigue fresca, joven, sigue actual y llega con la misma intensidad que en el siglo XIX, continúa conquistando al oyente, al espectador, continúa adentrándose en su alma y pronto se ve uno invadido por esa sensación cómplice que pocos saben en contrar y que en Rossini es habitual. Siempre que he visto La Cenerentola he tenido la misma sensación, he salido tarareando la delicada y graciosa melodía de la obertura y con la que se cierra el primer acto. Música que llega rápidamente, música que entra de lleno, melodía bellísima, pegadiza sin que ello suponga el menor menoscabo a la calidad que tiene.
En el frío febrero de este 2019 hemos contado en Viena con una producción de Cenerentola, en la que ha brillado el talento de un equipo escénico con Bechtolf y Glittenberg, que ha sabido ofrecer una versión- relativamente actualizada- del libreto de Ferreti, que serviría de base a uno de las creaciones más inspiradas de Rossini. Convincente escenografía que se combinaba a la perfección con un vestuario lleno de colorido, de luminosidad, pero sin estridencias. Posiblemente si vestuario y escenografía hubieran sido más fieles a la versión original, tal vez hubiera sido más impactante la parte humorística, casi bufa, de muchas de las situaciones que el libreto y la música plantean. Pero me ha gustado esa luminosidad a que me he referido, tal alejado de los tonos grises y de los vestidos casi esquemáticos y los largos abrigos que tanto gustan a muchos directores escénicos actuales y que consiguen dotar a sus producciones de un ambiente un tanto sórdido, un tanto tenebroso. Aquí afortunadamente ha sido todo lo contrario contribuyendo al optimismo que transmite el cómico libreto y la esplendorosa partitura de Rossini. Primer aspecto muy positivo.
Sirva esto como preámbulo para destacar la altísima calidad musical que tuvo la representación. Culpable de ello una inspiradísima Speranza Scappucci, al frente de la formidable Orquesta de la Ópera de Viena. Su forma de entender la dirección es sencillamente espléndida. El gesto generoso, amplio, con el que transmite a los músicos a sus órdenes, todo lo que de ellos quiere y espera. Muy pendiente de conseguir un sonido perfecto, sólido y empastado, un sonido de gran orquesta, donde la calidad individual de los atriles se une, se amalgama perfectamente en una gran labor de acoplamiento. Pero Scappucci tuvo muy presente el papel que en una representación operística tiene la orquesta. Subrayó de forma admirable la labor de los cantantes que también fueron dirigidos con autoridad, para conseguir de ellos lo máximo, cosa que sobradamente logró. Fue una labor excelente la desarrollada en el podio por una directora dotada de una gran sensibilidad y de grandes conocimientos musicales, como demostró de sobra Speranza Scappucci.
Y las voces de una gran calidad, de un musicalidad casi irreprochable. Empecemos por la gran protagonista, por Angelina (Cenerentola) encarnada por la mezzo rusa Elena Maximova. Voz cálidad, muy aterciopelada, un poco más oscura en el registro más grave, con lo que perdía algo de expresividad, pero limpia, musical y brillante en los registros más agudos. Fue la suya una buena interpretación, sin ser excepcional pero a considerable altura.
El tenor Michael Spyres fue el gran triunfador en una noche de muy alto nivel artístico. Su hermosísima voz de lírico ligero conquista desde el primer momento. Tiene un timbre cálido, un timbre que subyuga, es capaz de ofrecer un fraseo lleno de musicalidad y no se advierte en su voz ningún tipo de carencia. Voz hermosa, muy bien impostada, y con unos brillantísimos agudos, recordemos los dos sobreagudos que tiene en su famosa aria, que sabe ofrecer con ese sentido de la belleza, del equilibrio, de la elegancia convirtiendo el peligroso registro agudo en algo eminentemente musical, dotado de gran belleza. Las ovaciones fueron ruidosas con un público entregado a la belleza de su voz y a la calidad de su emisión, limpia, elegante, muy rossiniana.
Otro de los grandes protagonistas fue Pietro Spagnoli que dió vida a un convincente Don Magnífico. Tiene una notable comicidad en el gesto, en las frases, en la forma de moverse, en la acertada utililización de una voz que sigue siendo importante. Se convierte en uno de los grandes protagonistas de la obra. Spagnoli estuvo en noche muy afortunada, al mismo alto nivel que el resto de sus compañeros de reparto, entre los que hay que destacar a Alessio Arduini, una voz fresca, llena de belleza, con unos graves muy logrados, con una voz media de gran belleza, rotunda y segura, y con unos agudos convincentes. Actúa además muy bien, con mucha naturalidad y fue otra pieza decisiva como lo fue el bajo Adam Plachetka en su papel de Alidoro. A muy buen nivel estuvieron Ileana Tonca y Svetlina Stoyanova, como las dos indigestas hermanastras de la delicada Angelina. Perfecto el coro de la Ópera de Viena que con gran acierto dirige Martin Schebesta.
En definitiva, una gran representación – a teatro lleno como es lógico y habitual en Viena- de esta obra que el genial y prolífico Rossini fue capaz de componer en 24 días y que sigue igual de lozana, igual de hermosa y actual como si por ella no pasaran los años y los siglos. En la capital mundial de la música una gran noche musical.
José Antonio Lacárcel