Un programa ecléctico fue el que ofreció la orquesta de Valencia en el Auditorio castellonense, conducida por el maestro Cristóbal Soler con obras de Serrano, Bottesini y Schumann, resuelto con una significativa identidad de cada una de las tres piezas, que fueron individualizadas con criterio y particularidades propias. La presencia de la orquesta valenciana en Castellón en uno de los conciertos planeados para el Palau de la Música, hizo de la necesidad virtud debido a la avería que ha cerrado las puertas de este coliseo hasta que se restaure el techo de las salas de audiciones y ha obligado a reubicar la programación prevista en otras salas.
Se abrió el programa con un estreno absoluto como fue «El Miserere de la montaña» de Serrano, una obra juvenil inédita, que ha recuperado y reinstrumentado Ramón Ahulló, con eficacia, carácter y especiales atenciones a las sonoridades y ambientalidad de una partitura muy descriptiva e intensamente romántica. La obra tiene en la ambientalidad (en los relatos de maderas y arcos y el sonido organístico de los trombones) débitos de Wagner (al que idolatraba Serrano) y del descriptivismo y de Giner, que fuera maestro del compositor de Sueca, en particular de «Es chopá hasta la Moma». El Miserere está inspirado en la Leyenda del mismo título de Bécquer, a quien el músico valenciano admiraba mucho, como lo demuestra que su última obra estrenada, «La venta de los gatos», también estuviera basada en un texto de su autoría.
No es extraño que para asistir a esta efemérides junto a los directivos del Palau de la Música, estuviera invitada Isaura, una de las nietas del autor de «La reina mora», con quien este comentarista tuvo la satisfacción de departir ampliamente y disfrutar con los muchos lugares comunes que en torno a la figura de su abuelo y su obra pudimos establecer.
El Miserere es una obra descriptiva, fantasmagórica, se podría decir que incluso espectral, en la que se perciben los ambientes del viento que azota la montaña, la tempestad y los sonidos agrios e inclementes, ya desde las disonancias iniciales de trompas y fagots hasta el inmediato crescendo tempestuoso. Suena a Serrano por los cuatro costados, con evidencias en el segundo solo de trompa de «La venta de los gatos» o el fanfare de las trompetas que posteriormente recuperaría en «La alegría del batallón». Soler midió muy bien, manteniendo el pulso muy dinámico y pictórico y singularmente lo obsesivo de los cuatrillos como medida de percepción sombría y aciaga de presagio funeral. La intensa coda final, desató un torrente de aplausos que el director adjudicó al autor, levantando, a la vista de todos, la partitura.
Cerró la primera parte el segundo concierto de contrabajo de Bottesini en el que actuó como solista el que es titular de la orquesta de Valencia Francisco Catalá, que dio muestras de sensibilidad en el cantábile y fecundo virtuosismo en todo momento. En el moderato inicial imprimió al bajo prestancias de violoncello en la melodía, modulada fraseando muy bien las delicadas exigencias de digitación en la parte inferior del mástil. El segundo tema vehemente y expansivo dio paso a una exigente cadencia que explora todas las posibilidades sonoras, de dicción expresiva y de ejecución del contrabajo. De las muchas idoneidades de su interpretación este comentarista destacaría la belleza del timbre y la riqueza de armónicos patentizada en todas y cada una de las frases. Muy atractivo el andante con una sugestiva romanza baritonal de poética dicción, seguida por una orquesta inspirada con una sección de arcos a los que la batuta extrajo embeleso de terciopelo sonoro. Al tercer tiempo el maestro Soler le imprimió un suelto aire de danza con propósito de fandango, llevado a 2, contando con un decir lleno de glissandos del contrabajo de esmerado virtuosismo que, sin embargo, sonó a musicalidad espontáneamente natural.
Cerró el concierto la sinfonía tercera de Schumann que Soler Almudéver propuso con un precepto transparente, muy paisajístico, de jovial complacencia, que en verdad no hacía sino describir los felices días en la ciudad renana de Dusseldorf donde el compositor estuvo al frente de su orquesta. Un primer tiempo muy lírico, matizado para contrastar con los tuttis paisajísticos que describen la majestuosidad de discurrir del Rin. El segundo tiempo lo planteó como un lander, llevado con cierto aire de minueto. El tercero tuvo un aire casi aristocrático en su placidez, que a uno le trajo a la memoria la musicalidad de Schubert. Procesional el gran cuarto, con la organística solemnidad de los trombones y pimpante en los ágiles y resolutivos contrapuntos el quinto, que cerró una audición en la que hasta los músicos aplaudieron al maestro.
Antonio Gascó