La imagen del compositor romántico que tenemos en la actualidad; la del gran genio, el artista elevado en busca de inspiración, admirado por su capacidad artística y su don sólo alcanzable por unos pocos; poco tiene que ver con la realidad del compositor de ópera en la Italia del siglo XIX. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que las grandes figuras de la lírica italiana, tan respetadas en la actualidad, consiguieran ese status de genio creador. Si bien es cierto que los compositores de ópera gozaban de gran fama, su destino era escrito por otros y su creatividad, limitada, socavada y dañada por los múltiples agentes que integraban el sistema de producción de la ópera, principalmente en la primera mitad del siglo.
Esta situación era la consecuencia del sistema de producción por temporadas, heredado del siglo XVIII, en el que el compositor era un eslabón más de la cadena que daba lugar al montaje de una ópera. En la cima del sistema se encontraba el empresario de ópera, máximo representante del teatro y que era el responsable de encargar las obras al compositor, normalmente sobre un libreto ya confeccionado. En el contrato de Rossini (1792-1868) con el empresario Domenico Barbaja, encargado de varios teatros de Nápoles (el más importante de los cuales era el Teatro San Carlos), firmado en 1815, había una cláusula según la cual el compositor tenía la obligación de aceptar cualquier libreto impuesto por el teatro. Esto nos da una idea de por qué un compositor como Rossini, que en sus primeros años se había dedicado a la ópera bufa, siendo éste el género que le dio la fama, realizó más tarde tantos trabajos en el género serio.
Fue Giuseppe Verdi (1813-1901) el primero que consiguió imponer su criterio en cuanto a la elección de los argumentos para los libretos, e incluso sobre el poeta, si bien el camino no fue fácil y estuvo plagado de trabas, especialmente por parte de la censura. Ésta, impuesta por el gobierno, vetaba todas aquellas obras que pudieran ocultar ideas nacionalistas o que ponían en entredicho a la autoridad, obligando a modificar el libreto hasta que fuera adecuado a lo exigido. Una de las principales razones del éxito de Verdi fue precisamente la inserción de estas ideas nacionalistas en la mayoría de sus óperas, para lo que tuvo que luchar constantemente con la censura, que lo acusó de acercar la ópera a las masas, cuando debía ser un espectáculo “de la burguesía”. La base del sistema de producción por temporadas se encontraba en la renovación continua del repertorio, para satisfacer las ansias de novedades de ese público burgués. Las exigencias de los teatros suponían la composición de dos óperas nuevas para cada temporada. Si tenemos en cuenta que, habitualmente, los compositores trabajaban para varios teatros al mismo tiempo, tanto en las capitales como en las ciudades de provincia, podemos hacernos una idea del agotador ritmo de trabajo del compositor de ópera. Rossini, por ejemplo, durante los años en que trabajó para Barbaja, pasaba los dos meses de vacaciones que le proporcionaba el contrato con este empresario en Roma, trabajando para otros teatros.
Especialmente conocido es el caso de Donizetti (1797-1848), que llegó a componer más de setenta óperas en menos de treinta años de actividad. La correspondencia del compositor da ejemplo de la frenética actividad a la que se veía sometido debido a las exigencias de los empresarios, ávidos de nuevos trabajos, que hicieron mella en la salud de Donizetti, causándole graves crisis y fiebres producidas por el estrés. La crisis de productividad de Rossini, que abandonó la composición de ópera en 1829 tras Guillaume Tell, es otro de los ejemplos de hasta qué punto el sistema de producción por temporadas agotaba a los compositores. La necesidad de componer a una gran velocidad para poder completar los encargos, hacía necesario el uso de esquemas compositivos que se repetían continuamente. Hablamos de la composición por números, según la cual una ópera se componía de varios números que seguían una forma predeterminada (solita forma). Un número, por tanto, estaba compuesto por varias partes, dos de las cuales eran fragmentos musicales de tipo lírico en los que primaba la belleza de la parte musical pero que no suponían ningún avance en el hilo argumental, intercalados con partes en estilo recitativo o arioso, en las que avanzaba la acción. Por ejemplo, en el caso de una escena a solo, encontraríamos, en primer lugar, un recitativo o scena (que introduce la acción que está sucediendo), seguido de un aria de tempo lento (cantabile) de carácter contemplativo; al terminar ésta aparece el tempo di mezzo, sección que sirve para retomar el argumento (normalmente mediante la intervención de otro personaje) y, finalmente un aria de tempo rápido (cabaletta) como conclusión a la escena.
Podemos ver un buen ejemplo de solita forma en la famosa escena de la locura de Elvira en I Puritani de Bellini: O rendetemi la speme… (scena o recitativo), Qui la voce sua soave… (cantabile), Quanto amore è mai raccolto… (tempo di mezzo, con la intervención de otros dos personajes, Giorgio y Riccardo) y la cabaletta o aria final de la escena Vien diletto, è in ciel la luna. En el siguiente video se puede ver la escena completa con Edita Gruberova, Carlos Álvarez y Simón Orfila.
El uso de estos esquemas tipo permitió récords compositivos como los de Donizetti, que compuso su L’Elisir d’Amore en tan sólo dos semanas. Donizetti se defendía de los que le acusaban de realizar orquestaciones pobres y composiciones simples con la siempre presente excusa del escaso tiempo disponible, que no le dejaba la opción de realizarse como músico. Encontramos una excepción en Vincenzo Bellini (1801-1835), primer compositor que adoptó la idea moderna del artista, negándose a componer más de una ópera al año. Esto explica la brevedad del catálogo operístico belliniano, que cuenta sólo con diez títulos, muy pocos para un compositor de la primera mitad del XIX, incluso teniendo en cuenta su prematura muerte. Este afán de renovación continua es consecuencia de la inexistencia de una idea de repertorio. La obra musical carecía de importancia artística y no era vista como algo digno de preservar, sino como un mero entretenimiento para las clases altas que asistían a los espectáculos. Esta situación empezaría a cambiar a mediados de siglo, por influencia de la ópera francesa, a través de la obra de Rossini en su etapa parisina. La imposición de la estructura por números hacía imposible la elaboración de libretos que exigieran un desarrollo continuo, dando lugar a dramas fragmentados y sin coherencia, en los que el texto estaba completamente al servicio de la música, pues lo principal en la ópera era el lucimiento de los cantantes en sus largas y complicadas arias, traducidos en el drama en grandes momentos de contemplación en los que la acción era detenida completamente. Esta sería una de las principales críticas que Richard Wagner (1813-1883) realizara en sus tratados y que le llevaron a la creación de un nuevo género operístico en el que música y drama estaban a la par.
Menos radical pero también innovador fue Verdi, quien, cansado de estas convenciones, consiguió adaptar el sistema de composición por números y las formas italianas al drama, dando mayor importancia a éste, mediante numerosos recursos compositivos que se salían de la norma, pero respetando el concepto inicial impuesto. Buen ejemplo de ello es Rigoletto, obra en la que la música está concebida de forma que el drama sigue una continuidad que pocas veces es detenida (La famosa aria de Gilda del primer acto, Gualtier Maldé…Caro Nome, consituye uno de esos escasos momentos contemplativos) y responde a las actitudes y sentimientos de los personajes, como es el caso del aria de Rigoletto, Cortigiani, vil razza dannata, dividida en tres partes musicales que corresponden a los tres estados anímicos por los que va pasando el personaje. Por si no fuera poco con los numerosos encargos que debían cumplir los compositores; en esta época, la presencia de éstos en el teatro era imprescindible durante los ensayos y las tres primeras representaciones, las cuales debía dirigir. Además era el encargado de probar a los cantantes, que, no sólo eran los que se llevaban el sueldo más alto (en general el trabajo del compositor estaba mal remunerado), sino que, además, podían cambiar, añadir o quitar, partes de las partituras a su antojo, sin tener que consultarlo con el compositor, incluso llegando a sustituir arias por otras de otras óperas (fueran o no del mismo autor). Lo mismo puede decirse del empresario, que adquiría los derechos de la obra para el teatro de manera definitiva. Además, el compositor debía seguir ciertas normas o convenciones que consistían en la atribución de un número variable de arias a cada cantante en función de su rango y la composición de éstas a la medida de las capacidades vocales de cada uno y para su lucimiento personal.
En 1827, Donizetti escribió una farsa titulada Le convenienze e inconvenieze teatrali, una parodia sobre el mundo operístico en la que ponía de manifiesto estos abusos. El concepto de derechos de autor, por tanto, no existía; y el compositor sólo recibía remuneración si era llamado personalmente al teatro para un nuevo montaje de su ópera. Esta situación empezó a cambiar a mediados de siglo, siendo de nuevo Bellini el primero en poner en entredicho los excesos de los empresarios en el año 1831, cuando denunció las numerosas falsificaciones que de sus obras se realizaban al no tener el autor ningún derecho sobre su música una vez respresentada. Hacia 1840 se publicaron los primeros tratados de derechos de autor en este campo. Sin embargo, a pesar de que en estas fechas los empresarios empezaron a perder poder, éste solamente cambió de manos, para posarse ahora en las de las casas editoriales (principalmente Lucca y Ricordi), nuevas responsables tanto de los encargos de obras como de la adquisición de los derechos para impresión y representación.
Desde la perspectiva actual, en la que estamos habituados a ver al compositor sobre un pedestal, la situación de los compositores de ópera italianos durante estos años, puede parecer incomprensible. Pero no lo es tanto si tenemos en cuenta cuál era la función principal de la ópera a comienzos del XIX, es decir, afirmar la preeminencia social de las clases dominantes. El teatro de ópera era el principal exponente cultural y social en las ciudades italianas y la asistencia a los espectáculos era obligada para las clases altas. Sin embargo, el público muchas veces ni siquiera veía la función, sino que se quedaba en los foyers y salitas del teatro, conversando o jugando a juegos de azar. El espectáculo en sí no era por tanto lo más importante. Por otra parte, la atención del público residía en las habilidades de los cantantes y su mayor o menor grado de virtuosismo, no en la calidad de la música, difícil de apreciar por un público en su mayoría poco preparado. Las reivindicaciones pioneras de músicos como Bellini y Verdi fueron los primeros pasos hacia la liberación del compositor de ópera de las ataduras que lo habían mantenido encadenado a un sistema anticuado en el que la música no era lo principal.
Yolanda Quincoces