Un concierto con dos partes muy diferenciadas, la primera ahondada en el casticismo ibérico más racial y genuino y la segunda en el postulado del poema sinfónico germánico del posromanticismo, condicionado por la influencia wagneriana en la que los autores buscan la exaltación de la individualidad y unos sentimiento de índole psicológica. Digámoslo más brevemente: Falla y García Abril de un lado y Richard Strauss de otro. Para salir con bien de un programa tan divergente hacía falta un director con ideas muy claras, con los conceptos muy bien establecidos y con un dominio de los recursos sonoros y la técnica absolutos. Sin duda ese hombre fue José Ramón Tebar.
¡Con que bríos y que casticismo más racial comenzó el interludio y primera danza de «La vida breve» de Falla que abre el segundo acto! Para luego enquimerarse con los arcos y el clarinete en la sutileza de la melancolía sentimental que provocará la tragedia y dar paso a la primera danza muy contrastada, postinera y sin duda elegante en su ritmo sentido. Si ya la orquesta estaba henchida de andalucismo, la intensidad subió de grado en la zambra que se fue acelerando (lo pide la partitura) a medida que se producía la tercera reexposición para buscar un intenso final sobre las dos semicorcheas.
Siguieron las «Variaciones sobre las siete canciones españolas de Manuel de Falla» de Antón García Abril que en verdad son un concierto para cello y orquesta, con importantes exigencias para el solista Pablo Ferrández de técnica esmerada, sonido opulento y aterciopelado, que usó toda suerte de recursos expresivos, ya desde la amplia introducción, lírica y sensorial, intensa y vivida, que sirve de hilo conductor a las variaciones. La exposición del ternario «paño moruno», permitió una sugestiva modulación en pos de la seguidilla a cuya conclusión cello y batuta se arroban en un lírico puente que da paso a la melancólica «Asturiana» que el cello frasea con suntuoso acento. La jota se transmuta en una acariciada melodía asimismo a cargo del solista, que jamás pierde el protagonismo, seduciendo a la orquesta por voluntad de la batuta. La nana supuso un derroche de armónicos y la «Canción» un bien acentuado 6/8 que se remató con un polo racial en el mismo metro que la canción inicial, pero con mayor temperamento y una reverencia a Falla en un final heredado de la «Danza ritual del fuego». Hay un españolismo sentido en el concepto y carácter de estas variaciones en las que Falla esta presente través del lirismo inspirado de García Abril, ensoñado en su escolástico predicamento de autenticidad hispana-. Hubo bis del cello, ¡cómo no! Un sugestivo, sentido, conmovedor e inspirado «Cant dels ocells».
Y llegamos a la segunda parte con «Also sprach Zarathustra» de Richard Strauss. Tebar plantea una obra vivida, trabada, sugestiva, contrastada y sobre todo, emocional que se hizo corta. Se impregna de sombría nocturnidad en los 7 compases iniciales del pedal para conjurar el regulador del intenso tutti en DoM, de esplendoroso amanecer, que deja en el postrer compás solo al órgano, que aún contaba con la conjuración presente de una orquesta de poderosa energía. Reverencial el «Credo» del sexteto de trompas» dejando paso al sentimental tema de los arcos en LabM aéreo y crecientemente efusivo a un tiempo. El órgano entona el «Magnificat» y le responden las trompas y se produce uno de los momentos más significativos de la versión, la entrada incisiva de los arcos que enaltecen, con su énfasis, el gran anhelo, que desemboca en un pasional diálogo en tutti de toda la orquesta, glorificando el tema cardinal, tal vez más efusivo de toda la partitura por la cuerda que compite en intensidad y eficacia con los cobres y las maderas sobre los glissandos de las arpas. Tebar tiene el esplendor en su batuta y la deja volar serena en el aire para disminuir la intensidad sonora en los dos últimos compases del fragmento, que dan la entrada a la taciturna «canción de los sepulcros» en la que arrebatan oboe, corno y concertino que conjuga en su delirio a todo el colectivo de arcos. Bien establecida la subsiguiente fuga de cellos y bajos y en particular su final intensísimo de toda la orquesta, que excita a las maderas en arriesgadas fusas, intensificando con osadía un intenso pasaje heroico. El fanfare de la trompeta permite al concertino Palomares introducir a la audiencia en un sensorial vals marca de la casa (¡ay «el caballero!») que evoluciona a un complejísimo alucinamiento de todo el tramado instrumental, fragor que permite recibir, por contraste, con más éxtasis los disminuendos con dos y tres P con los que maderas y arcos concluyen la partitura.
Hubo ovaciones legítimas y aplausos de los excepcionales músicos al maestro, negándose a levantarse a su requerimiento, a modo de complacido homenaje.
Antonio Gascó